domingo, 10 de octubre de 2010

Rivalidad

Todo comenzó aquella tarde de otoño.
Yo caminaba frente a las vidrieras de las librerías de la calle Garibaldi, cuando, atraído seguramente por los colores de su tapa, posé mi mirada en ese libro. Un libro grande, de aspecto pesado, sin título en la cubierta, y recubierta con una protección de plástico o celofán transparente y brilloso. El libro, en definitiva, se me asemejaba a una hermosa mujer, bien maquillada, peinada, y con un vestido a tono, rodeada, por supuesto, de serviles admiradores, es decir, otros libros. Miré fijamente el libro, y sentí que el libro también me miraba. Sostuvimos la mirada durante unos momentos. Sentí grandes deseos de adquirir ese libro, aunque solo fuera para juntar polvo en los estantes del librero.
Entré a la librería ansioso de comprarlo. El vendedor, un anciano calvo con lentes sin marco, se encontraba leyendo una revista de chismes. Probablemente la revista Gente o alguna similar. Me pareció curioso que, teniendo tantos libros alrededor, aquel hombre leyera una revista. Le pedí el libro que estaba en la vitrina. El hombre rebuscó en los bolsillos hasta encontrar una llave desgastada, abrió la vitrina, buscó el libro, lo tomó y lo colocó sobre el aparador. Me dijo su precio. Se lo di exacto, para evitar regateos con las monedas y billetes. Metió el libro en una bolsa de nylon blanca, y me lo extendió. Luego, retomó la lectura de su revista.

Llegué a mi casa. Me senté sobre mi cama, saqué el libro de su bolsa e intenté sacarle el film que lo recubría. No fui capaz. Mis dedos resbalaban, haciendo un sonido como de globo contra la pulida superficie. El filo de mis uñas tampoco bastaba. Tuve que ir a buscar un cuchillo de la cocina para ayudarme en la tarea. Cuando volví, encontré que el libro no estaba ya sobre mi cama, sino caído a medias bajo ella. Lo levanté. No se había golpeado. Abrí el film haciendo uso de mi recién adquirido cuchillo.
Una vez quitada la cáscara, me dispuse a abrir el libro. Pero no pude. El libro, arisco, no quería ser leído. Apretujaba sus hojas unas contra otras, intentando evitar ser abierto.
Esforcé mis brazos. El libro se abrió algo. Aún no fui capaz de ver lo que había en su interior, pero conseguí interponer un dedo entre sus páginas y dividirlas en dos gruesos grupos.
El libro, aún más arisco, usó el máximo recurso que puede usar un libro. Con una de sus hojas nuevas, filosas como navajas de afeitar, me hizo un corte en el dedo.
Salió algo de sangre. La lamí para evitar manchas en la ropa y en el libro y, haciendo un sumo esfuerzo, conseguí abrir el libro y dejarlo en esa posición. Al menos, el esfuerzo y el dolor valdría la pena, fue lo que pensé.
Al contemplar el libro abierto, me sentí decepcionado.
Estaba en blanco. Había comprado un vulgar cuaderno.