miércoles, 10 de agosto de 2011

Algún dios lujurioso

Habíanle entrenado durante años. En la academia, había sido uno de los mejores soldados de su compañía. Con su yelmo, armadura de metal y cuero, espada y escudo, pensó que se veía aterrador. Lo sería aún más, cuando se uniera a sus camaradas, sus compañeros de armas, para marchar a la guerra. Y cuando volviese, cubierto de cicatrices de valor, llenaría de orgullo a su estirpe.

Lo destinaron a primera línea. Sería de los primeros en entrar en combate. Su sangre bullía de pasión bélica, y su frente se empapaba de sudor guerrero, al pensar siquiera en la idea de su primera batalla.

Su general dio la orden de ataque.

El soldado sintió en su boca la espuma rabiosa del frenesí, al tiempo que corría hacia el frente para enfrentarse al enemigo. El tiempo se volvió más lento, más denso, a medida que se aproximaba al ejército rival.

Su cabeza, yelmo incluido, voló por los aires de un tajo.

Tanto entrenamiento, tanto fervor, sólo para terminar como uno de los tantos soldados anónimos caídos bajo la espada de uno de esos héroes invencibles, hijos de algún dios lujurioso.

sábado, 6 de agosto de 2011

Deus ex machina

Un cuadro épico corriente.

La batalla se encontraba en su punto álgido. Los defensores, pocos en número, suplían con coraje lo que les faltaba en supremacía numérica. Su determinación, el pensamiento de que luchaban por el verdadero y único bien, frente a las despiadadas tropas del mal absoluto, multiplicaba su número por cinco. La idea de lo que pasaría si eran vencidos, por diez.

Las hordas del mal avanzaban disciplinadamente, segando vidas y perdiéndolas con mucha mayor velocidad. Sin embargo, concientes de que su aplastante ventaja numérica les daría, ya fuera con muchas o pocas bajas, la victoria, luchaban con confianza en una meta alcanzada casi desde antes de empezar.
Los defensores iban siendo reducidos, lenta e inexorablemente. Rugían las espadas, rabiosas y cebadas de tanta sangre. Latían las lanzas en los apretados puños, que sólo se abrían, aún crispados y nervudos, cuando su dueño caía.
Así fue como las fuerzas del bien fueron vencidas. Lenta pero inexorablemente, el ejército del bien fue derrotado.
Un solo soldado seguía luchando. Hecho de ese extraño y desconocido material del que están hechos los héroes, esquivaba a la muerte con hábiles movimientos de su reluciente espada. Golpes a diestra, golpes a siniestra. Un enemigo muerto por cada golpe.

Sin embargo, su suerte estaba sellada. Los enemigos le rodearon. No había escapatoria, ni posibilidad de victoria.
El héroe se agotaba. Sus músculos, endurecidos por el peso de las armas, comenzaban a ceder ante la insidiosa mano del cansancio. Su espada se mellaba ya, perdiendo más filo en cada chispa.
Sus enemigos apretaron aún más el cerco a su alrededor.

El héroe suspiró, y se preparó para morir, como sabía que sucedería.

De pronto, una luz cegadora y blanquecina interrumpió el combate. Atónitos, los guerreros de ambos bandos se detuvieron, paralizados. De la luz, a la que los ojos se acostumbraban lentamente, bajaba, con majestuosa lentitud, una silla blanca, colgada de dos cuerdas ornamentadas con guirnaldas de flores.
La silla se detuvo frente al héroe. Al alcance de su mano. La oportunidad de salvación, única e irrepetible. Sólo debía sentarse allí, y ser izado fuera del campo de batalla, fuera del alcance de la mano de la muerte.
El soldado, pensativo, contempló la silla durante largos instantes. Luego, en un gesto sublime, dióle la espalda.

Y reanudó la lucha. Volvió a esa gloria que era sólo suya, y que ningún dios le robaría. Jamás.

jueves, 4 de agosto de 2011

Canis familiaris

Un par de miles de millones de años después, el paleontólogo encontró la tuerca.

Se trataba de una tuerca en bastante buen estado. Por alguna razón, había resistido el constante desgaste de milenios a la intemperie, aguantando la corrosión de la inclemente atmósfera.

Llevó la tuerca al museo donde trabajaba. Sentía el peso del fragmento metálico en su mano, mientras caminaba por el largo y oscuro pasillo, ansioso de presentarle el descubrimiento a su superior.

El director del museo le recibió en su despacho, cuyos muros estaban cubiertos de diplomas con cintas y sellos dorados. Jugueteaba con una estilográfica, que pasaba rápidamente de su pulgar a su índice, y viceversa. Frente a él, en su escritorio, una pila de papeles y una placa: J. Orwaak, director.

-¿Qué desea, profesor Nussl? –preguntó el director reposadamente.

-He hecho un hallazgo sorprendente. -dijo el paleontólogo, sin apenas poder contener su emoción. –Esta tuerca.

La sostuvo sobre la mano. La tuerca resplandecía a la luz química con un brillo iridiscente. No tenía nada fuera de lo normal. Era, lisa y llanamente, una tuerca, hecha de acero inoxidable, y con un curioso brillo.

-Bonita tuerca. ¿Dónde la encontró? ¿Cayó de un camión? –preguntó el director con tono incrédulo y algo mosqueado. Era un hombre serio y no gozaba de un buen sentido del humor.

-La encontramos en la excavación. Estaba en un estrato correspondiente a dos mil ochocientos millones de años atrás.

-Eso no es posible. Es obvio que la tuerca debió caerse de alguna de sus máquinas durante la excavación. No debería hacer semejantes bromas. Podrían costarle caro, tanto a su cátedra como a su puesto en el museo. Esta vez se lo dejaré pasar, pero la próxima...

-No comprende usted. No bromeo. La tuerca estaba incrustada en una roca sedimentaria. Medimos la antiguedad del estrato en que se encontraba, y la de la roca en sí, y volvimos al mismo resultado: la tuerca tiene, con un margen de error de medio siglo, dos mil ochocientos millones de años, aproximadamente.

Mientras lo decía, sudaba copiosamente.

-Lo que quiero decir es, director, que esta tuerca no pudo haber llegado hasta donde la encontramos, sino en el mismo momento de formación de la roca. Esta tuerca tiene, necesariamente, la edad de esa roca, porque de otro modo, no podría estar empotrada de tal forma en ella. El sedimento, usted sabe, se forma muy lentamente, y atrapa animales y plantas muertos, que con el tiempo se fosilizan. Por alguna razón, esta tuerca estaba en ese estrato, y tengo una teoría que creo explica por qué.

-Dígame, si gusta. -respondió el parco catedrático con una mueca incrédula en su pétreo rostro. -claro que le advierto, no esperará que considere verdaderas ninguna de sus palabras. Hay límites para lo que incluso un científico puede llegar a creer.

-Mi teoría es -dijo el profesor Nussl, emocionado -que, antes de nosotros, hubo una civilización humana primordial. Exactamente igual a la nuestra, sólo que muchos millones de años en el pasado.

Como toda respuesta, el director Orwaak estalló en carcajadas. Luego, su rostro recuperó la expresión seria, repentinamente.

-Si no fuese porque es usted un respetado profesor de arqueología y paleontología, no perdería más tiempo escuchándole. Desaparezca de mi vista, por favor, y déjese de estupideces. -musitó.

-Por favor, le ruego que me escuche. Ya sé que mis teoría es revolucionaria, por no decir descabellada, pero es lo que he deducido a partir de esta tuerca. -Levantó la tuerca y la sujetó entre el pulgar y el índice.

-No cre...

-Déjeme seguir. No se trata de un engaño, y menos aún de una broma.

Acercó la tuerca a los ojos de Orwaak.

-Mire. -dijo suavemente. -Esta tuerca tiene particularidades que la hacen única. Observe la parte interior. ¿Qué ve usted?

-La rosca. Los surcos que hacen que la tuerca pueda enroscarse al tornillo. ¿Qué tiene de extraño?

-Nada, con la excepción de que los surcos van al revés. La rosca está al revés. -dijo con erudición, el arqueólogo.

-Una tuerca defectuosa. ¿Pretende darle un lugar de honor en la colección de este museo?

-Aún no comprende. Las tuercas y tornillos se fabrican con tornos que hacen miles de ellas por día. Si se tratase de un defecto, en primer lugar, no la habríamos hallado, porque habría sido refundida en la misma fábrica. Y en segundo lugar, los tornos para fabricar las tuercas son aparatos grandes y costosos. No se venden sin antes revisar que esté todo en orden. Todo eso sin contar que una tuerca así sería inútil a todo efecto práctico. No encajaría en ninguna máquina.

-Volvamos a nuestro campo, profesor. No tengo un doctorado en mecánica, y tampoco usted.

-Ahora bien, supongamos que, por alguna razón, la tuerca tiene la antigüedad que, según los análisis, tiene. Estamos hablando de una tuerca, un elemento que no es nada por sí mismo, sino que es siempre complementario a otro, es decir, el tornillo.

-¿A dónde va usted con eso? Le advierto. ¡Váyase de mi despacho! -resopló Orwaak, molesto pero sin ganas de levantarse de su cómodo asiento.

-Bien -dijo Nassl, ignorando el arranque de furia del director. -Una tuerca prueba la existencia de un tornillo, y el tornillo sujeta siempre algo, casi siempre, mecánico. Es decir, esta civilización antigua tenía máquinas. Y a juzgar por el tamaño de esta tuerca, máquinas grandes.

Sin darle importancia a los comentarios despectivos de Orwaak, continuó.

-Estas personas habían descubierto la industria, al igual que nosotros. El tornillo, y en consecuencia, la tuerca, no pueden fabricarse sin un torno, el cual no es posible sin industria, producción en serie y demás. El acero con el que está hecha, aleación duradera de hierro y carbono, denota ciertos conocimientos químicos, y la pureza de los mismos nos muestra que claramente, estas personas habían desarrollado la metalurgia igual que nosotros. La forma hexagonal de esta tuerca, por otro lado, nos muestra lo avanzados que estaban en geometría, dado que el hexágono es un figura bastante compleja (a nivel geométrico, se entiende). Para finalizar, el diseño a gran escala de esta tuerca resulta muy similar, casi idéntico, al de nuestras tuercas, y eso denota que esta civilización era claramente humana. Yo apostaría a que fueron nuestros ancestros directos, quienes nos legaron, sin saberlo nosotros concientemente, cosas tales como el idioma, la arquitectura y la organización cívica.

-Curioso -respondió Orwaak luego de haber oído de mala gana el discurso de Nussl. -Jamás había oído semejante sarta de sandeces salir de la boca de un catedrático. Sabemos bien que somos la primer forma de vida inteligente que ha pisado este planeta, y que hace dos mil ochocientos millones de años, la Tierra estaba muerta y desierta, sin indicio de vida. Hasta los niños lo saben. Hace dos millones de años, surgieron nuestros primeros ancestros, unos cavernícolas, por así decirlo, vestidos con pieles, y sin la tecnología para fabricar tuercas, por cierto.

-Y si... -boqueó Nussl, apabullado por las palabras de Orwaak. -¿Y si esos cavernícolas eran sobrevivientes de una gran civilización en decadencia, que comenzaron de nuevo, abandonando, salvo algunos aspectos, todo lo que traían del viejo mundo? No podrían...

¡Váyase! -gritó Orwaak, quien, levantándose bruscamente de su cómodo sillón, renunció a la comodidad de su espalda por la de sus oídos. -¡Manténgase en su pabellón! Si vuelvo a verle, a no ser que le llame, lo despediré. ¿Ha oído?

Nussl no puso más objeciones. Puso los pies en polvorosa y desapareció en la oscura galería del museo, donde los esqueletos del largamente extinto canis familiaris lo observaron con sus cuencas vacías. No volvería a molestar al director, quien era conocido por su mal humor. Arrojó la tuerca en una papelera, mientras corría. No más teorías descabelladas. No señor.


Un par de miles de millones de años antes, P. Domínguez se encontraba pescando en su lancha deportiva. Percibió un sonido metálico y de pronto el motor se detuvo. Una tuerca se había desprendido y había caído al agua.