martes, 27 de diciembre de 2011

Ilusión

Érase una vez una familia de gigantes.
Gigantes descomunales y ociosos, de esos que secuestran princesas y arrancan cabezas a los caballos de una mordida. Seguramente, en algún recóndito y dudoso enredo de su genealogía gigantea, habían de haberse mezclado con la estirpe de los ogros o alguna otra raza de bestias antediluvianas, puesto que poseían, en lo alto de sus gigantescas espaldas, unas escamas pardas de textura correosa, que suplían a las vestiduras en cuanto a lo que torso se refería. Protegíanse así de las inclemencias del tiempo y los elementos. En las extremidades inferiores, por otro lado, usaban unos burdos pantalones de tela, confeccionados con sacos vacíos de harina, unidos por medio de nudos y ganchos.
Este pequeño clan de gigantes solía habitar en una espaciosa colina, el algún olvidado lugar, cuyo nombre no quiero recordar y que tampoco contribuye demasiado al relato, que digamos.
Los gigantes, si bien pertenecían a la misma raza que de tantas fechorías fuera responsable en el pasado, eran de naturaleza tranquila y poco entregados a las célebres correrías que llevaran a cabo sus antepasados. Preferían pasar el día durmiendo, para salir en la noche a saquear alguna despensa descuidada o devorar algún caballo suelto. Si algún intruso (cosa rara pero probable) llegaba a acercarse demasiado a su amada colina, los gigantes lo espantaban a fuerza de erguirse en su inmensa estatura y agitar sus fuertes y macizos puños. El espectáculo resultante servía para disuadir al enemigo más osado. En el improbable caso de que el intruso se acercase más, un buen golpe terminaba con el asunto.

El episodio que me propongo a relatar sucedió una tarde cualquiera, un día en que los gigantes practicaban su pasatiempo diurno preferido: dormir.
Gruñendo perezosamente, uno de los gigantes despertó de su sueño. Al levantarse y otear a su alrededor, divisó en la lejanía una figura que se acercaba. Al principio no prestó demasiada atención al asunto. Probablemente se tratara de un carruaje o carreta pasajeros, como tantos otros que solían transitar allá a lo lejos, dirigiéndose hacia quién sabe dónde. Ciertamente no le importaba.
Pero no. Pronto pudo comprobar que la figura se acercaba. Más aún, ahora eran dos figuras en la lejanía.
El gigante despertó a sus compañeros durmientes. Era hora de intimidar a los intrusos.

La figuras se acercaron. Cuando se hallaban a más o menos media legua, se hizo evidente que se trataba de un caballero y de su paje. Los gigantes más viejos temblaron de terror: se acercaba uno de esos temibles y sanguinarios caballeros andantes, el azote ancestral de los gigantes, quienes temían y odiaban a los caballeros de una forma indescriptible. Quién pudiera olvidar al cruel y sanguinario Caballero de la Ardiente Espada quien, hacía algunos siglos, había atacado y partido a la mitad, sin provocación alguna, a dos nobilísimos y respetados gigantes, miembros de una de las más distinguidas familias de toda la raza gigantea.

Los gigantes, temerosos aunque con determinación, adoptaron la actitud defensiva. Se irguieron sobre sus gigantesca estatura y amenazaron a los recién llegados girando sus puños con actitud amenazadora.

El caballero, sin embargo, no se amilanó. Cargó contra ellos a todo galope, la lanza en ristre, y fue recibido por el puño de uno de los gigantes más grandes que se hallaba en la vanguardia. El caballero, derribado por el impacto, rodó por el suelo. Se levantó luego con ayuda de su escudero, quien se lamentó de su suerte. Un nutrido diálogo se cruzó entre amo y paje. Los gigantes miraban silenciosamente, sin atreverse a decir palabra. Finalmente, el temible caballero y el rollizo paje se fueron.

Los gigantes suspiraron, sorprendidos y aliviados por haber salido ilesos del encuentro con un temible caballero andante.
Las enormes bestias se tranquilizaron, felicitaron al gigante que había aporreado al caballero, y se echaron a seguir durmiendo, para salir de noche a saquear despensas.

A lo lejos, oculto en su nube mágica, el mago Frestón (o quizá Fritón; el nombre se ha perdido en la noche de los tiempos) sonrió con malicia. Gracias a sus encantamientos e ilusiones mágicas, el mundo jamás se enteraría de la hazaña del valiente caballero, ni de su coraje al lanzarse contra una docena de bestiales y descomunales gigantes.
Es más; sería recordado por siempre como un viejo loco en una lunática embestida contra unos inertes e inocentes molinos de viento.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Tarjetas y fantasmas

Como venían profetizando desde hacía décadas los visionarios de la tecnología, llegó un momento en que el dinero plástico reemplazó al dinero físico. En reemplazo de las arcaicas monedas y los vetustos billetes, a cada ciudadano se le entregó una pequeña tarjeta de color verde iridiscente, que representaba, que contenía, todos los bienes monetarios que tuviese en el momento. Como una de esas antiguas tarjetas de crédito, pero mejorada.
¿Necesitaba cargar combustible? Deslice la tarjeta por el lector. Un bip y listo. ¿Comprar víveres? Otro bip. La vida solucionada. El billete y la milenaria moneda desaparecieron sin que nadie las extrañase, ni volviera a hablar de ellos.

Fue entonces cuando comenzaron a ocurrir los fenómenos. Empezaron como las típicas historias de aparecidos que suelen contarse alrededor de un fogón, una noche de campamento. Platos que se rompían repentinamente, sábanas que cobraban vida, espectros de gente muerta que de pronto aparecía reflejada en algún espejo. Cosas por el estilo.
Luego, las cosas empeoraron. La gente muerta dejó de aparecer repentinamente en los espejos, para empezar a proyectarse casi diariamente, en todas las superficies pulidas de casi todo el mundo. Los platos de cerámica se rompían tanto, que se volvieron obsoletos y fueron reemplazados por durables platos de acero o aluminio, que hacían por las noches unos ruidos ensordecedores al ser sacudidos y estrellados por los espíritus.
Las sábanas también se llevaron su parte. Los fantasmas parecían preferirlas para sus jugarretas hectoplasmáticas más que a ninguna otra cosa. Al no encontrar solución aparente, la gente procuró comprar grandes cantidades de sábanas, para así reemplazar las que eran robadas o sustraídas por los fantasmas. Esto pareció funcionar al principio, pero cuando la actividad espectral aumentó aún más, no hubo cantidad de sábanas que alcanzara. Los científicos desarrollaron, entonces, métodos alternativos de cobijarse durante el sueño (para todos aquellos que pudiesen conciliarlo a pesar del ruido de los platos). Así, idearon una especie de bolsas de dormir que se tendían sobre la cama, y que luego se plegaban y guardaban. Eso solucionó definitivamente el problema de las sábanas.

La cantidad de fantasmas, espíritus y espectros aumentó. En un momento, un grupo de científicos buscó una forma de erradicar a estos seres, pero les fue radicalmente imposible. Los fantasmas parecían inmunes a los tradicionales métodos de captura de seres sobrenaturales. El agua bendita les causaba el mismo efecto que el agua corriente; los crucifijos tenían el mismo efecto que una mazorca de maíz. Estos artefactos parecían más bien despertar el interés y la curiosidad de los fantasmas, en vez de eliminarlos. Hastiados, los científicos desistieron en sus tentativas y decidieron fundar una empresa publicitaria, la cual tuvo un considerable éxito.

Y así, a medida que los seres humanos morían, más fantasmas aparecían, como era natural.
Nadie recordaba esas obsoletas monedas, abandonadas cruelmente tanto tiempo atrás.

Es una pena que Caronte no aceptara tarjetas.




Nota:
Caronte era el encargado, en el Inframundo y posteriormente en el infierno de Dante, de cruzar las almas de los muertos a través del río Estige, pidiendo a cambio una paga de dos monedas.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Serás lo que debas ser... o serás como los otros

O tempora! O mores!
-Cicerón
Galatea. Ese era el nombre que había tomado forma en su cabeza, mientras limpiaba las imperfecciones marmóreas de sus pétreos cabellos.
Galatea. El nombre reflotaba en su conciencia en las largas y silenciosas horas de trabajo laborioso. En las largas noches en vela que en vano trataba de acortar mediante la lectura o la práctica del láud.
Galatea. Ése sería su nombre. El nombre de la mujer perfecta, la hembra por antonomasia.
Emocionado, trabajó día y noche durante meses, a fin de terminarla. Esculpía impaciente, conciente de que cada cincelada lo acercaba más al fin de su labor, a la génesis de la nívea doncella atrapada entre moles de mármol.
La terminó, por fin, y el golpe de ese último fragmento imperfecto de mármol que se desprendía lo llenó de emociones encontradas.
Pigmalión se enderezó. Su espalda le dolía luego de horas de permanecer en posturas incómodas.

Contempló la escultura. Un pensamiento cruzó por su cabeza. La conciencia irrefutable de que Galatea siempre sería una estatua, un trozo de roca sin vida, una caricatura de un ideal que no pudo encontrar, y seguramente no encontraría jamás. No sería Galatea. No sería nada. Sólo otra estatua para decorar pasillos y galerías, mientras acumulaba polvo de ocio.

Pigmalión suspiró. Dio la espalda a la estatua, y se dispuso a retirarse.
Sintió una mano que tocaba la suya. Esa mano tan familiar en la que había trabajado durante ocho meses. Esa mano que él había tallado con las suyas. Pero no era mármol ya. Era blanda y tierna piel. ¿Había la estatua tomado su mano?
Se volvió sorprendido hacia la escultura que había creado.

-¡Galatea!- exclamó Pigmalión casi sin aliento.
-Pigmalión -respondió suavemente la estatua- Los dioses me han dado vida.
-Serás mi esposa, ahora, oh anhelada Galatea.
-Para nada. No me interesan los cuarentones que se la pasan practicando pasatiempos. -contestó Galatea- Dame plata para ir al boliche.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Schrödinger

Mientras lamía la leche del plato con la lengua, sintió unas manos sobre sus costillas. Completamente pasivo, tornó laxo el cuerpo mientras lo elevaban.
No maulló. Era un gato con compostura.
Las manos lo depositaron en una caja y la cerraron a continuación. Oscuridad.

El gato esperó. Esperó que alguien abriera la caja y le dijera si seguía o no estando vivo.

domingo, 30 de octubre de 2011

Carta blanca

Fue al médico por un problema de dolor de cabeza y ojos lagrimosos.

Lo siento -le respondió el doctor luego de examinarlo- me temo que padece de una pérdida degenerativa de Destino.

-¿Es grave, doctor?- djo el hombre mientras se transparentaba y desaparecía, al tiempo que el médico olvidaba al paciente y su enfermedad, y se preguntaba qué estaba haciendo ahí, a esa hora, cuando podría estar sentado en el escritorio del consultorio, jugando un juego de cartas para uno.

jueves, 20 de octubre de 2011

Alá lo ha querido

El hombre había tenido un sueño, una de esas epifanías oníricas. En él, se le revelaba la hora de su muerte. Miró a su alrededor, y supo que moriría exactamente a las quince y veintidós. El despertador sobre la mesita de luz que había visto en el sueño había sido terriblemente claro. No sabía el día, el mes, el año ni la forma en la que moriría, pero sabía que el sueño había profetizado su destino.
Tomó toda clase de precauciones para prevenir su muerte; todos los días se encerraba en el armario a las quince y doce, y salía recién a las quince y treinta y dos, luego de haberse pasado veinte minutos sudando y temiendo por su vida, calculando todas las formas posibles en las que la muerte podría alcanzarlo, y los medios para evitarla.
Murió por fin, treinta y ocho años después, anciano, calvo y reseco por la edad. Murió de viejo. A las seis y cuarto de la tarde, mientras dormía.

¿Burló el hombre su destino? Quizás sí. O tal vez no se percató de que alguien, en el sueño, había olvidado darle cuerda al despertador que había sobre su mesita de luz.

sábado, 15 de octubre de 2011

Sólo peones

Y érase una vez el peón. El peón que avanzó para comer a la dama.
Tardé poco en darme cuenta de que la dama estaba en peligro. Confiado, pensé en seguida en moverla, uno o dos cuadros atrás.
Resultaba que la retirada estaba cortada. Un peón mío -representante del proletariado, fútil por sí solo, como no fuera por sus compañeros, una pieza aborrecible- tapaba el camino.
Las diagonales -pensé- la dama se mueve en todas direcciones. Es libre y escurridiza, difícil de atrapar. Seguro que se salva de ésta.
Pero no. La diagonal la saboteaba un alfil -algunos dicen que la figura del alfil era, en un principio, la de un sacerdote; otros, dicen que la de un caballero- protegido por una serie de piezas que no me molesté en identificar.
Mi pulso se aceleró levemente. Sentí un picor en la palma derecha. Me la froté contra la rodilla.
Un espacio para atrás, solamente -rogué- no pido más.
Miré por la ventana. Un día polvoriento, como tantos otros. La dama enemiga impedía el movimiento hacia la retaguardia.
No. -dije en mi mente, y me lo repetí mil veces- La dama no puede morir. Es la Dulcinea, el espécimen femenino por excelencia. No Aldonza, sino Dulcinea. ¿Qué campesino cruel, -aunque sea el más brutal de los peones enemigos- tendría la dureza de corazón para mancillar sus manos con la sangre angelical de una reina? No señor. No se puede, no se debe hacer eso. Las piezas no tienen honor, eso es lo que pasa.
Miré por la ventana. Volutas de polvo se levantaban con el viento. ¿Dónde estaba el cataclismo salvador cuando uno lo necesita? Un pequeño tornado, nada más, que bastara para hacer volar el tablero. No puede morir la dama, no a manos de un peón. Podría levantarme bruscamente, tirar el tablero al piso, fingiendo la picadura de un alacrán, y terminar la partida, con la dama viva, al menos en el recuerdo.
Pero no, no lo hago. Me falta el valor. Y acá no hay alacranes.
Estoy en una encrucijada.

Entonces empiezo.

Yo no quería jugar ajedrez, para empezar. Yo quería jugar a las cartas, o al parchís. Al básquet o al ahorcado. Vine a jugar a este jueguito porque vos querías, era tu idea. Yo quería salir a correr libre por el campo polvoriento de afuera, el de la ventana.

Y además, seamos realistas. Recordemos que el tablero es de madera. Las piezas son de plástico. Y las damas ya no existen.
Peones, sólo peones.

domingo, 9 de octubre de 2011

Enroque

Habían constriudo la Torre. Habían llegado al Cielo.
El primer humano asomó su cabeza por un hueco entre las nubes. Vio a Dios y lo saludó.
¿Y ahora qué hacemos? -le preguntó al que venía detrás de él.
-No sé -respondió el otro- Nunca pensé qué hacer si subíamos y realmente lo encontrábamos.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Última cifra

El científico fabricaba una máquina que permitiera contemplar la Eternidad.
Durante años, se esforzó para lograrla. Complicados cálculos sucedían a difíciles tareas mecánicas, noches en vela y cafés fríos sobre la mesa de trabajo. Algo relacionado con la última cifra de no sé qué letra griega.
La terminó, finalmente. Y la encendió. Por fin podría contemplar la Eternidad, como quiera que se viera. Fama y fortuna le esperaban. Un campo de conocimiento ilimitado -con razón- se abría frente a él.

Acercó sus ojos al visor de la máquina, y se dispuso a contemplar la Eternidad que allí le esperaba. Miró en su interior.

Y siguió observando, en ese instante infinito, perdido en un tiempo que ya no era tiempo, congelado en un suceso que jamás terminaría, o jamás acabaría de comenzar.

viernes, 23 de septiembre de 2011

¿Y el protagonista?

L. Gómez salió del trabajo y caminó hacia la parada de ómnibus, como lo hacía todos los días desde que había comenzado a trabajar en la oficina, hacía casi veinte años.
Gómez era calvo, bajo y algo rechoncho. Usaba siempre el mismo traje gris gastado, y los mismos zapatos marrones, lustrados mediocremente, que dejaban traslucir años de abandono paciente y progresivo. Tenía la mala costumbre, cuando estaba aburrido, de juguetear con los puños de su camisa, en los que se veían unas largas manchas grises, seguramente de practicar su costumbre con los dedos manchados con la tinta grasosa de los sellos burocráticos.
La vida de Gómez era simple y poco interesante. Se levantaba todos los días a las siete y media, para estar en la oficina a las nueve menos cuarto. Se preparaba un café en polvo de dudosa calidad (el cual compraba en grandes latas amarillas tres veces al año), y lo bebía a sorbos cortos, para no quemarse, mientras escuchaba el noticiero matutino por la gastada radio de transistores. En la tarde, cuando salía de la oficina, compraba medio de pan y cien de salchichón o salame en el almacén del italiano (del cual nunca supo otro dato aparte del de la nacionalidad), y con eso preparaba su cena, acompañada, por supuesto, del café que salía de las latas amarillas, diluido como agua con tierra.

El día al que nos referimos, era como cualquier otro. No una límpida mañana de abril, sino una pesada tarde de septiembre, con un Sol algo opresivo que ya se aprestaba a descender, y un viento que arrastraba páginas de diarios de ayer y hojas de plátano oriental contra las rejas de las casas.
Gómez sacó su pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz, mientras esperaba el veintitrés o el sesenta y cuatro en la parada de ómnibus. Guardó el pañuelo en el bolsillo del saco.

Sonó un disparo a lo lejos, luego otro. Un automóvil dobló la esquina a una velocidad endiablada, perseguido de cerca por un patrullero con su sirena chillona. La carrera se prolongó por la ancha avenida, hasta desaparecer en otra esquina. Los rumores de la sirena y de los motores forzados se apagaron. La calma volvió.
Gómez levantó la vista, que había vuelto a dejar caer luego de mirar fugazmente al patrullero y a su presa. Ahí venía el colectivo. Una señora levantaba la mano ya para que se detuviera.
Gómez se subió al ómnibus y se sentó junto a una ventana, los ojos entrecerrados, apagados. Tal vez pensara en el italiano sin nombre y su almacén, o en el auto y el patrullero. Quién sabe. Quizás los extras no tengan pensamientos; tal vez existan sólo para llenar espacios en la escena, que de otro modo completarían un poste o un árbol. Tal vez hay historias que no son historias, y sus protagonistas sólo existen para ser los extras de la historia de otro.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Prueba de personificación N°1

Desde hace miles de millones de años que esperaba allí, bajo ese manto de sólida roca.

Por primera vez luego de tantos milenios, vio la luz. Un esclavo, armado con un tosco pico, la rescataba del lecho rocoso que la había cobijado durante tan largo tiempo. En su rostro se marcaban las huellas de una vida de trabajo duro y emociones mal reprimidas.

En el crisol, el calor ardiente la purificó. Incandescente, fluyó a través de los canales de piedra, hasta el molde que habría de darle forma.

Esperó dos días en el molde. La oscuridad era distinta ahora. No como la oscuridad de la roca. Una oscuridad civilizada. Tomada por los seres humanos, y refinada.

Volvió a ver la luz. Ahora, un hombre de fuerte complexión y venas azuladas en los brazos la martilló ensordecedoramente. Tenía ahora un borde afilado y una punta aguda.

Terminó en un cesto de mimbre, con muchas otras como ella. Otra noche. Esta vez, en una húmeda bodega.

En la mañana, fue atada con presteza en la punta de una vara flexible. La ligadura era firme, y soportaría bien cualquier impacto. La cubrieron luego con un viscoso baño de un líquido pegajoso, que no tardó en secarse con el aire. Olía mal. Como a veneno.

Ruidos confusos. Reconoció el sonar de las trompetas de guerra. Fue tomada rápidamente, reunida junto a muchas otras, y deslizada en una vaina de cuero. Afuera, arreciaba el sonido metálico de la batalla, y los alaridos alarmantes de los caídos.

De pronto, sintió que la izaban. Antes de poder darse cuenta de lo que sucedía -o de lo que sucedería- fue disparada a una velocidad vertiginosa.

Un baño rojo, algo húmedo, sólido, y luego, la vuelta a la luz. Había sido diparada -y clavada- en un pie. Mejor dicho, en un talón.

Un par de pasos del hombre herido, y luego se desplomó.


Siglos más tarde, cuando ya no fuera más que polvo de óxido avejentado por la lima de los años, perdido en el viento y en la memoria, conservaría, estuviera donde estuviese, el recuerdo de que ella había sido la flecha que había matado a Aquiles.

Lo que no se compra, se alquila

Felicitaciones, ya ganaste -le dijeron- El premio es tuyo. Llevalo a tu casa, y disfrutalo por el resto de tus días. -una pausa- Sino, podés cambiarlo por lo que hay detrás de esta cortina.
-Ni loco -respondió el hombre- Me llevo el millón.
Tomó el maletín y se fue.


Y, detrás de la cortina, la verdadera felicidad siguió esperando por algún arriesgado (o quizás un tonto) que la reclamase. Ya vendría alguno.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Algún dios lujurioso

Habíanle entrenado durante años. En la academia, había sido uno de los mejores soldados de su compañía. Con su yelmo, armadura de metal y cuero, espada y escudo, pensó que se veía aterrador. Lo sería aún más, cuando se uniera a sus camaradas, sus compañeros de armas, para marchar a la guerra. Y cuando volviese, cubierto de cicatrices de valor, llenaría de orgullo a su estirpe.

Lo destinaron a primera línea. Sería de los primeros en entrar en combate. Su sangre bullía de pasión bélica, y su frente se empapaba de sudor guerrero, al pensar siquiera en la idea de su primera batalla.

Su general dio la orden de ataque.

El soldado sintió en su boca la espuma rabiosa del frenesí, al tiempo que corría hacia el frente para enfrentarse al enemigo. El tiempo se volvió más lento, más denso, a medida que se aproximaba al ejército rival.

Su cabeza, yelmo incluido, voló por los aires de un tajo.

Tanto entrenamiento, tanto fervor, sólo para terminar como uno de los tantos soldados anónimos caídos bajo la espada de uno de esos héroes invencibles, hijos de algún dios lujurioso.

sábado, 6 de agosto de 2011

Deus ex machina

Un cuadro épico corriente.

La batalla se encontraba en su punto álgido. Los defensores, pocos en número, suplían con coraje lo que les faltaba en supremacía numérica. Su determinación, el pensamiento de que luchaban por el verdadero y único bien, frente a las despiadadas tropas del mal absoluto, multiplicaba su número por cinco. La idea de lo que pasaría si eran vencidos, por diez.

Las hordas del mal avanzaban disciplinadamente, segando vidas y perdiéndolas con mucha mayor velocidad. Sin embargo, concientes de que su aplastante ventaja numérica les daría, ya fuera con muchas o pocas bajas, la victoria, luchaban con confianza en una meta alcanzada casi desde antes de empezar.
Los defensores iban siendo reducidos, lenta e inexorablemente. Rugían las espadas, rabiosas y cebadas de tanta sangre. Latían las lanzas en los apretados puños, que sólo se abrían, aún crispados y nervudos, cuando su dueño caía.
Así fue como las fuerzas del bien fueron vencidas. Lenta pero inexorablemente, el ejército del bien fue derrotado.
Un solo soldado seguía luchando. Hecho de ese extraño y desconocido material del que están hechos los héroes, esquivaba a la muerte con hábiles movimientos de su reluciente espada. Golpes a diestra, golpes a siniestra. Un enemigo muerto por cada golpe.

Sin embargo, su suerte estaba sellada. Los enemigos le rodearon. No había escapatoria, ni posibilidad de victoria.
El héroe se agotaba. Sus músculos, endurecidos por el peso de las armas, comenzaban a ceder ante la insidiosa mano del cansancio. Su espada se mellaba ya, perdiendo más filo en cada chispa.
Sus enemigos apretaron aún más el cerco a su alrededor.

El héroe suspiró, y se preparó para morir, como sabía que sucedería.

De pronto, una luz cegadora y blanquecina interrumpió el combate. Atónitos, los guerreros de ambos bandos se detuvieron, paralizados. De la luz, a la que los ojos se acostumbraban lentamente, bajaba, con majestuosa lentitud, una silla blanca, colgada de dos cuerdas ornamentadas con guirnaldas de flores.
La silla se detuvo frente al héroe. Al alcance de su mano. La oportunidad de salvación, única e irrepetible. Sólo debía sentarse allí, y ser izado fuera del campo de batalla, fuera del alcance de la mano de la muerte.
El soldado, pensativo, contempló la silla durante largos instantes. Luego, en un gesto sublime, dióle la espalda.

Y reanudó la lucha. Volvió a esa gloria que era sólo suya, y que ningún dios le robaría. Jamás.

jueves, 4 de agosto de 2011

Canis familiaris

Un par de miles de millones de años después, el paleontólogo encontró la tuerca.

Se trataba de una tuerca en bastante buen estado. Por alguna razón, había resistido el constante desgaste de milenios a la intemperie, aguantando la corrosión de la inclemente atmósfera.

Llevó la tuerca al museo donde trabajaba. Sentía el peso del fragmento metálico en su mano, mientras caminaba por el largo y oscuro pasillo, ansioso de presentarle el descubrimiento a su superior.

El director del museo le recibió en su despacho, cuyos muros estaban cubiertos de diplomas con cintas y sellos dorados. Jugueteaba con una estilográfica, que pasaba rápidamente de su pulgar a su índice, y viceversa. Frente a él, en su escritorio, una pila de papeles y una placa: J. Orwaak, director.

-¿Qué desea, profesor Nussl? –preguntó el director reposadamente.

-He hecho un hallazgo sorprendente. -dijo el paleontólogo, sin apenas poder contener su emoción. –Esta tuerca.

La sostuvo sobre la mano. La tuerca resplandecía a la luz química con un brillo iridiscente. No tenía nada fuera de lo normal. Era, lisa y llanamente, una tuerca, hecha de acero inoxidable, y con un curioso brillo.

-Bonita tuerca. ¿Dónde la encontró? ¿Cayó de un camión? –preguntó el director con tono incrédulo y algo mosqueado. Era un hombre serio y no gozaba de un buen sentido del humor.

-La encontramos en la excavación. Estaba en un estrato correspondiente a dos mil ochocientos millones de años atrás.

-Eso no es posible. Es obvio que la tuerca debió caerse de alguna de sus máquinas durante la excavación. No debería hacer semejantes bromas. Podrían costarle caro, tanto a su cátedra como a su puesto en el museo. Esta vez se lo dejaré pasar, pero la próxima...

-No comprende usted. No bromeo. La tuerca estaba incrustada en una roca sedimentaria. Medimos la antiguedad del estrato en que se encontraba, y la de la roca en sí, y volvimos al mismo resultado: la tuerca tiene, con un margen de error de medio siglo, dos mil ochocientos millones de años, aproximadamente.

Mientras lo decía, sudaba copiosamente.

-Lo que quiero decir es, director, que esta tuerca no pudo haber llegado hasta donde la encontramos, sino en el mismo momento de formación de la roca. Esta tuerca tiene, necesariamente, la edad de esa roca, porque de otro modo, no podría estar empotrada de tal forma en ella. El sedimento, usted sabe, se forma muy lentamente, y atrapa animales y plantas muertos, que con el tiempo se fosilizan. Por alguna razón, esta tuerca estaba en ese estrato, y tengo una teoría que creo explica por qué.

-Dígame, si gusta. -respondió el parco catedrático con una mueca incrédula en su pétreo rostro. -claro que le advierto, no esperará que considere verdaderas ninguna de sus palabras. Hay límites para lo que incluso un científico puede llegar a creer.

-Mi teoría es -dijo el profesor Nussl, emocionado -que, antes de nosotros, hubo una civilización humana primordial. Exactamente igual a la nuestra, sólo que muchos millones de años en el pasado.

Como toda respuesta, el director Orwaak estalló en carcajadas. Luego, su rostro recuperó la expresión seria, repentinamente.

-Si no fuese porque es usted un respetado profesor de arqueología y paleontología, no perdería más tiempo escuchándole. Desaparezca de mi vista, por favor, y déjese de estupideces. -musitó.

-Por favor, le ruego que me escuche. Ya sé que mis teoría es revolucionaria, por no decir descabellada, pero es lo que he deducido a partir de esta tuerca. -Levantó la tuerca y la sujetó entre el pulgar y el índice.

-No cre...

-Déjeme seguir. No se trata de un engaño, y menos aún de una broma.

Acercó la tuerca a los ojos de Orwaak.

-Mire. -dijo suavemente. -Esta tuerca tiene particularidades que la hacen única. Observe la parte interior. ¿Qué ve usted?

-La rosca. Los surcos que hacen que la tuerca pueda enroscarse al tornillo. ¿Qué tiene de extraño?

-Nada, con la excepción de que los surcos van al revés. La rosca está al revés. -dijo con erudición, el arqueólogo.

-Una tuerca defectuosa. ¿Pretende darle un lugar de honor en la colección de este museo?

-Aún no comprende. Las tuercas y tornillos se fabrican con tornos que hacen miles de ellas por día. Si se tratase de un defecto, en primer lugar, no la habríamos hallado, porque habría sido refundida en la misma fábrica. Y en segundo lugar, los tornos para fabricar las tuercas son aparatos grandes y costosos. No se venden sin antes revisar que esté todo en orden. Todo eso sin contar que una tuerca así sería inútil a todo efecto práctico. No encajaría en ninguna máquina.

-Volvamos a nuestro campo, profesor. No tengo un doctorado en mecánica, y tampoco usted.

-Ahora bien, supongamos que, por alguna razón, la tuerca tiene la antigüedad que, según los análisis, tiene. Estamos hablando de una tuerca, un elemento que no es nada por sí mismo, sino que es siempre complementario a otro, es decir, el tornillo.

-¿A dónde va usted con eso? Le advierto. ¡Váyase de mi despacho! -resopló Orwaak, molesto pero sin ganas de levantarse de su cómodo asiento.

-Bien -dijo Nassl, ignorando el arranque de furia del director. -Una tuerca prueba la existencia de un tornillo, y el tornillo sujeta siempre algo, casi siempre, mecánico. Es decir, esta civilización antigua tenía máquinas. Y a juzgar por el tamaño de esta tuerca, máquinas grandes.

Sin darle importancia a los comentarios despectivos de Orwaak, continuó.

-Estas personas habían descubierto la industria, al igual que nosotros. El tornillo, y en consecuencia, la tuerca, no pueden fabricarse sin un torno, el cual no es posible sin industria, producción en serie y demás. El acero con el que está hecha, aleación duradera de hierro y carbono, denota ciertos conocimientos químicos, y la pureza de los mismos nos muestra que claramente, estas personas habían desarrollado la metalurgia igual que nosotros. La forma hexagonal de esta tuerca, por otro lado, nos muestra lo avanzados que estaban en geometría, dado que el hexágono es un figura bastante compleja (a nivel geométrico, se entiende). Para finalizar, el diseño a gran escala de esta tuerca resulta muy similar, casi idéntico, al de nuestras tuercas, y eso denota que esta civilización era claramente humana. Yo apostaría a que fueron nuestros ancestros directos, quienes nos legaron, sin saberlo nosotros concientemente, cosas tales como el idioma, la arquitectura y la organización cívica.

-Curioso -respondió Orwaak luego de haber oído de mala gana el discurso de Nussl. -Jamás había oído semejante sarta de sandeces salir de la boca de un catedrático. Sabemos bien que somos la primer forma de vida inteligente que ha pisado este planeta, y que hace dos mil ochocientos millones de años, la Tierra estaba muerta y desierta, sin indicio de vida. Hasta los niños lo saben. Hace dos millones de años, surgieron nuestros primeros ancestros, unos cavernícolas, por así decirlo, vestidos con pieles, y sin la tecnología para fabricar tuercas, por cierto.

-Y si... -boqueó Nussl, apabullado por las palabras de Orwaak. -¿Y si esos cavernícolas eran sobrevivientes de una gran civilización en decadencia, que comenzaron de nuevo, abandonando, salvo algunos aspectos, todo lo que traían del viejo mundo? No podrían...

¡Váyase! -gritó Orwaak, quien, levantándose bruscamente de su cómodo sillón, renunció a la comodidad de su espalda por la de sus oídos. -¡Manténgase en su pabellón! Si vuelvo a verle, a no ser que le llame, lo despediré. ¿Ha oído?

Nussl no puso más objeciones. Puso los pies en polvorosa y desapareció en la oscura galería del museo, donde los esqueletos del largamente extinto canis familiaris lo observaron con sus cuencas vacías. No volvería a molestar al director, quien era conocido por su mal humor. Arrojó la tuerca en una papelera, mientras corría. No más teorías descabelladas. No señor.


Un par de miles de millones de años antes, P. Domínguez se encontraba pescando en su lancha deportiva. Percibió un sonido metálico y de pronto el motor se detuvo. Una tuerca se había desprendido y había caído al agua.

miércoles, 8 de junio de 2011

Andá no sé dónde y traeme no sé qué

Un mal día, seguro. Aquel día en que las cosas perdieron su nombre.

No es que las personas hubiesen olvidado el nombre que los objetos tenían. Sencillamente, los nombres no se adherían a las cosas para las que estaban hechos. Las denominaciones resbalaban, y el objeto quedaba sin nombre.

No así con los abstractos. Al no tener substancia, una abstracción es un nombre que sostiene una estructura, y no al revés. Así que uno podía decir la palabra hambre sin problema alguno, pero no el sustantivo de aquello que podría satisfacerla. Un verdadero problema.

Ése día descubrimos la eficacia de señalar con el dedo y pronunciar la palabra eso.

lunes, 30 de mayo de 2011

Cruda realidad

Un hombre. Un hombre nacido con la enfermedad de la inmortalidad.

Durante los primeros años, ser inmortal no fue un problema. No envejecía, manteniéndose siempre joven y sano. Disfrutaba la soltura y jovialidad de los años mozos mientras los que habían sido sus compañeros de colegio estaban muertos o agonizantes bajo el paso de las décadas.

A lo largo de su vida conoció a varias personas. Todas, indefectiblemente fallecieron, como estaba escrito que pasara. Él no se preocupó. Sabía que siempre podría conocer más gente.

Así fue, al menos hasta el fin de la vida en el planeta Tierra. Cuando éste colapsó debido a la muerte de su envejecido sol, él quedó flotando en el espacio vacío.

Y allí quedará, navegando el limbo, hasta que el universo acabe, o sea creada más vida, en algún momento de la eternidad. Lo que ocurra primero.

Piedra libre

Tras largos años de investigaciones –dijo el científico con grandilocuencia ante las cámaras que lo rodeaban, aprisionándolo- he descubierto lo que existe después de la muerte.
-Por favor, profesor, díganoslo. –exclamó un joven periodista, ansioso.
Sólo quería avisarles del descubrimiento. ¿Creés que voy a arruinar el juego? –respondió sonriente el científico, mientras acercaba el arma a su sien.

martes, 3 de mayo de 2011

Efímeros

Seres mortales. Junto con la palabra, el concepto correspondiente se desarrolló durante eras en la mente de ese ser eterno. El pensamiento de un ser limitado, efímero, era extraño e irreal para su intelecto sempiterno. ¿Un ser que pasara de viviente a inanimado? Tal vez fuera posible. En busca de respuestas, dialogó con otros como él, seres que jamás habían conocido otra realidad que la existencia y que, por la misma razón, tildaron su revolucionaria idea de descabellada.
En un instante, decidió probar su teoría. Crearía un ser capaz de dejar de existir, que pasara de la vida, a la ausencia total de ella. Luego de largos y complicados experimentos, logró crear unas criaturas que creía serían capaces de llegar a dicho estado. Decidió llamarles humanos.
Los puso sobre la Tierra y esperó a ver si morían. Para calcular el tiempo (un concepto que recién ahora comenzaba a tener importancia), se basó en los ciclos del Sol y la Luna, cuya mencánica precisión le serviría para dividir la existencia de sus criaturas en días, meses y años.
Novecientos años pasaron, y los primeros humanos se reprodujeron sin pausa, sin que ninguno de ellos llegase a morir. Su creador les había concedido la mortalidad, mas no la forma de alcanzarla. Debía enmendar ese error.

Y así, ese ser eterno de esquelético rostro tomó su capa negra, su guadaña afilada, y salió al mundo a terminar lo que había dejado a medias.

domingo, 1 de mayo de 2011

En tácito

La habitación llena de gente acentuaba el apremio. Debía hacérselo saber. Debía hallar la forma de decírselo antes de que uno de ambos saliese de la habitación. La necesidad era apremiante.
Los temas vagaron por derroteros recónditos. Ni una alusión se hizo al tema vital. Las miradas, intangibles, se cruzaban sin tocarse. Sin embargo, la urgente necesidad de comunicarle aquel mensaje bullía en su mente, entorpeciendo su conversación, y convirtiéndola en una monótona sucesión de monosílabos.
La hora se acercaba. La hora en que alguno de los dos debería irse. No sabía a qué hora sucedería, pero temía que fuese pronto. Debía decírselo de inmediato, rápida y concisamente, pensó, con la mirada fija, mientras le veía ponerse el abrigo, despedirse de todos y salir por la puerta. Esa puerta que daba a la calle. Miró atrás y rozó casualmente su mirada con la suya, antes de salir y perderse para siempre.
Se despabiló. Corrió desenfrenadamente hacia la puerta, que se había cerrado hacía unos instantes, y la abrió. Afuera, la tranquila y vacía calle nocturna le miró con curiosidad. Suspiró. Poco importaba que hubiera salido hacía treinta segundos, o hacía un siglo; uno de los dos ya había abandonado el cuarto.

La noche estaba perdida.

viernes, 29 de abril de 2011

Retrógrada

Metió las manos en los bolsillos, por el frío. Miró a ese muchacho. Vio en él a sí mismo dos o tres años atrás. Cómo pasaba el tiempo. ¿Tanto había cambiado? Ahora, convertido en un joven pensativo, podía contemplarlo claramente. Los mismos miedos, las mismas actitudes de inexperta ansiedad. El mismo entusiasmo ignorante. No pudo evitar sonreír, un poco paternalmente, un poco molesto. Molesto de que a él nadie le hubiese hecho notar en su momento lo torpe que se veía. Molesto de que nadie se hubiese acercado nunca a darle un consejo, a sacarlo de su limbo infantil y enseñarle cómo se hacían las cosas. La forma adecuada de hacerlas.
Decidió aconsejarle. Así le ahorraría unos cuantos golpes.

Entonces contempló sus facciones, llenas de un orgullo ciego.

Le dio la mano, y se despidió. Respondió con monosílabos a la despedida del muchacho. Mientras se alejaba, sus pensamientos escalaban montañas, cruzaban océanos. Satisfecho de lo que ahora era, en contraposición a su inexperto ser de años atrás, no notó la mueca soberbia que surcaba su propio rostro mientras se alejaba. Si alguien mayor o más sabio le hubiese visto, tal vez habría decidido darle un consejo.

lunes, 14 de marzo de 2011

No pudimos hacer nada

Ése día, hacía ya muchos miles de años, las estrellas se apagaron.
Un día, ya consumido su combustible estelar, agotadas luego de milenios de incandescencia, decidieron finalizar su existencia. Dialogaron, en ese secreto lenguaje que utilizan las estrellas, y decidieron oscurecerse, fundiéndose en uno con la impenetrable oscuridad del espacio. Y así fue. Un último destello, y el universo quedó a oscuras.
Ése día, luego de muchos miles de años de haberse apagado el manto etéreo de los astros, la luz de ese último resplandor llegó por fin al planeta.
Sus habitantes se horrorizaron.
Todo había sucedido tan repentinamente.
No tuvieron tiempo para contemplarlas por última vez.
A decir verdad, nunca pudieron mirarlas realmente. Habían mirado siempre la luz residual de unas estrellas desaparecidas mucho antes.
Tantos poemas dedicados a algo fenecido hacía milenios. Tantos relatos a la luz muerta de un firmamento desaparecido.
Siempre había sido tarde.

viernes, 28 de enero de 2011

La maldición

Habíase quedado dormido de nuevo. Irresponsable, sin duda. Sin embargo, nada había sucedido durante su pequeño desliz, por lo que resopló aliviado. Se sentía tranquilo, y plenamente conciente de su forma, que seguía siendo pura. Descubrió la causa. La luna aún no surgía entre aquellas nubes benéficas y oscuras, que la resguardaban como un engarce algodonoso.
La luna llena. Aquel terrible designio debía ocurrir esa noche, como habíale sucedido desde que tenía memoria, hacía ya largo tiempo. En cualquier momento, cuando esa maldita luna llena apareciese mostrando toda su pálida faz, el ya no sería él. La transformación le invadiría, su forma cambiaría drásticamente. La maldición de la licantropía se mostraría en toda su extensión. Un monstruo que mezclaba en uno al ser civilizado y a la bestia que llevaba dentro. Un hombre lobo.
La luna salió al fin, avanzando por entre aquellas nubes que habían intentado cerrarle el paso.
Sintió un escalofrío recorriendo su espina dorsal, desde su cola hasta su hocico.

Y toda la jauría de lobos oyó al unísono un grito espantosamente humano por entre los árboles.

miércoles, 12 de enero de 2011

Superhombre

Logró convertirse en un hombre blindado.

Primero fortaleció su cuerpo. Su fuerza y su poder muscular hasta el límite humano, y aún más. El hombre físicamente más poderoso que existía.

Luego reforzó su mente. Sus blandas emociones fueron reemplazadas por una lógica fría e inquebrantable. Los sentimientos fueron dejados atrás. Era necesario. Despojada de influencias desequilibrantes, su inteligencia aumentó y se tornó sabiduría, la que, con la experiencia, terminó en astucia.

Miró a su alrededor. A esa humanidad que había dejado atrás.

Ahora estaba solo.