viernes, 29 de abril de 2011

Retrógrada

Metió las manos en los bolsillos, por el frío. Miró a ese muchacho. Vio en él a sí mismo dos o tres años atrás. Cómo pasaba el tiempo. ¿Tanto había cambiado? Ahora, convertido en un joven pensativo, podía contemplarlo claramente. Los mismos miedos, las mismas actitudes de inexperta ansiedad. El mismo entusiasmo ignorante. No pudo evitar sonreír, un poco paternalmente, un poco molesto. Molesto de que a él nadie le hubiese hecho notar en su momento lo torpe que se veía. Molesto de que nadie se hubiese acercado nunca a darle un consejo, a sacarlo de su limbo infantil y enseñarle cómo se hacían las cosas. La forma adecuada de hacerlas.
Decidió aconsejarle. Así le ahorraría unos cuantos golpes.

Entonces contempló sus facciones, llenas de un orgullo ciego.

Le dio la mano, y se despidió. Respondió con monosílabos a la despedida del muchacho. Mientras se alejaba, sus pensamientos escalaban montañas, cruzaban océanos. Satisfecho de lo que ahora era, en contraposición a su inexperto ser de años atrás, no notó la mueca soberbia que surcaba su propio rostro mientras se alejaba. Si alguien mayor o más sabio le hubiese visto, tal vez habría decidido darle un consejo.