lunes, 22 de noviembre de 2010

Hormigas

El hombre miró a su alrededor. Las luces, demasiado distantes y a la vez cercanas, al igual que todo lo demás, lo miraban. No tardó en percatarse. Estaba soñando. Conciente de lo que estaba ocurriendo, se mantuvo tranquilo, con una sólida confianza en que todo aquello se encontraba más allá de él, como si lo viera a través de los ojos de otro.

Caminaba a través de ese denso bosque de coníferas añosas, en ese parque al cual solía ir de vez en cuando, en esos días en los que parecía sobrarle tiempo. Debía reconocer, pensó, que el sueño era bastante real, puesto que podía sentir el viento en la cara y la densa alfombra de agujas secas de pino crujiendo bajo las suelas de sus zapatos. Avanzó a través de esos troncos rugosos, algunos de los cuales habían brotado resinas color ámbar.
Se adentró en ese bosque, en ese parque que conocía tan bien, en ese sueño que había logrado reconocer. Entonces se preguntó hacia donde iba.

El árbol.

Mejor dicho, ese árbol. Supo de inmediato que detrás de ese árbol en particular, al cual se aproximaba, habría un cadáver. El cadáver de un hombre. Un cuerpo muerto que se pudría en silencio, beneficiando a las hormigas, que se llevaban su carne a diminutos trozos, a las profundidades oscuras del hormiguero.
Con esa percepción engañosa de las distancias que expermimenta uno en un sueño, alcanzó el árbol. Miró detrás. No se sorprendió de encontrar al cadáver, dado que ya lo sabía.
Se quedó largo rato acuclillado, mirando a ese cuerpo sin vida, cuyo rostro se había descompuesto, y sus ojos eran ya alimento de una interminable fila de hormigas carniceras. Decidió despertar. Y lo hizo.
Abrió los ojos y miró al cielorraso. Las grietas le eran familiares. Estaba en su casa, en la vida real.

El hombre se dirigía a su trabajo a bordo de su automóvil. El camino pasaba junto al parque en el que su sueño había ocurrido. Al pasar por allí, una ligera curiosidad (o tal vez premonición) lo invadió. Una necesidad de conciliar el mundo real con el onírico, para convencerse de la falsedad de este último. Hay cosas de las que un hombre racional no debe dudar, y una de ellas es de la realidad en la que vive.

Su trabajo quedaba no tan lejos, y casualmente, era uno de esos días en que el tiempo parecía sobrarle, así que bajó del auto a pasear por el parque, tal vez para revivir ese curioso sueño, o tal vez para convencerse de su falsedad.
Pensativo, el hombre recorrió el mismo camino que había hecho en el sueño. Las secas agujas de pino crujían a su paso. Las resinas en los troncos. El árbol parecía esperarlo, como si ambos supiesen lo que el hombre había soñado, y cada uno fuese cómplice de lo que el otro sabía, aun si no se atrevía a creerlo.

Si hay un muerto detrás -pensó divertido- me veré forzado a reconsiderar mi escepticismo. Tal vez me haga místico o adivino. Quién sabe.
Es curioso cómo prometemos algo cuando estamos seguros de que no tendremos que cumplirlo.

Confiado, aunque sin certeza, el hombre miró detrás del árbol.
Sonrió aliviado, a la vez que decepcionado. No había nada. Su corazón suspiró.
Pasó algún tiempo allí parado, contemplando el vacío bajo ese árbol, donde debería haber un muerto, pero no lo había.

Volvió a la realidad de golpe. Se pasó una mano por su cabello entrecano. Luego, se dio media vuelta, dispuesto a partir.
Entonces, sonó el disparo.
El hombre cayó allí mismo, detrás del árbol, donde el asaltante le había disparado para robarle, y donde, una semana más tarde, alguien en un sueño (o tal vez en la realidad), caminando a través del parque, encontraría el cadáver de un hombre con el rostro descompuesto, y los ojos comidos por las hormigas.