domingo, 30 de octubre de 2011

Carta blanca

Fue al médico por un problema de dolor de cabeza y ojos lagrimosos.

Lo siento -le respondió el doctor luego de examinarlo- me temo que padece de una pérdida degenerativa de Destino.

-¿Es grave, doctor?- djo el hombre mientras se transparentaba y desaparecía, al tiempo que el médico olvidaba al paciente y su enfermedad, y se preguntaba qué estaba haciendo ahí, a esa hora, cuando podría estar sentado en el escritorio del consultorio, jugando un juego de cartas para uno.

jueves, 20 de octubre de 2011

Alá lo ha querido

El hombre había tenido un sueño, una de esas epifanías oníricas. En él, se le revelaba la hora de su muerte. Miró a su alrededor, y supo que moriría exactamente a las quince y veintidós. El despertador sobre la mesita de luz que había visto en el sueño había sido terriblemente claro. No sabía el día, el mes, el año ni la forma en la que moriría, pero sabía que el sueño había profetizado su destino.
Tomó toda clase de precauciones para prevenir su muerte; todos los días se encerraba en el armario a las quince y doce, y salía recién a las quince y treinta y dos, luego de haberse pasado veinte minutos sudando y temiendo por su vida, calculando todas las formas posibles en las que la muerte podría alcanzarlo, y los medios para evitarla.
Murió por fin, treinta y ocho años después, anciano, calvo y reseco por la edad. Murió de viejo. A las seis y cuarto de la tarde, mientras dormía.

¿Burló el hombre su destino? Quizás sí. O tal vez no se percató de que alguien, en el sueño, había olvidado darle cuerda al despertador que había sobre su mesita de luz.

sábado, 15 de octubre de 2011

Sólo peones

Y érase una vez el peón. El peón que avanzó para comer a la dama.
Tardé poco en darme cuenta de que la dama estaba en peligro. Confiado, pensé en seguida en moverla, uno o dos cuadros atrás.
Resultaba que la retirada estaba cortada. Un peón mío -representante del proletariado, fútil por sí solo, como no fuera por sus compañeros, una pieza aborrecible- tapaba el camino.
Las diagonales -pensé- la dama se mueve en todas direcciones. Es libre y escurridiza, difícil de atrapar. Seguro que se salva de ésta.
Pero no. La diagonal la saboteaba un alfil -algunos dicen que la figura del alfil era, en un principio, la de un sacerdote; otros, dicen que la de un caballero- protegido por una serie de piezas que no me molesté en identificar.
Mi pulso se aceleró levemente. Sentí un picor en la palma derecha. Me la froté contra la rodilla.
Un espacio para atrás, solamente -rogué- no pido más.
Miré por la ventana. Un día polvoriento, como tantos otros. La dama enemiga impedía el movimiento hacia la retaguardia.
No. -dije en mi mente, y me lo repetí mil veces- La dama no puede morir. Es la Dulcinea, el espécimen femenino por excelencia. No Aldonza, sino Dulcinea. ¿Qué campesino cruel, -aunque sea el más brutal de los peones enemigos- tendría la dureza de corazón para mancillar sus manos con la sangre angelical de una reina? No señor. No se puede, no se debe hacer eso. Las piezas no tienen honor, eso es lo que pasa.
Miré por la ventana. Volutas de polvo se levantaban con el viento. ¿Dónde estaba el cataclismo salvador cuando uno lo necesita? Un pequeño tornado, nada más, que bastara para hacer volar el tablero. No puede morir la dama, no a manos de un peón. Podría levantarme bruscamente, tirar el tablero al piso, fingiendo la picadura de un alacrán, y terminar la partida, con la dama viva, al menos en el recuerdo.
Pero no, no lo hago. Me falta el valor. Y acá no hay alacranes.
Estoy en una encrucijada.

Entonces empiezo.

Yo no quería jugar ajedrez, para empezar. Yo quería jugar a las cartas, o al parchís. Al básquet o al ahorcado. Vine a jugar a este jueguito porque vos querías, era tu idea. Yo quería salir a correr libre por el campo polvoriento de afuera, el de la ventana.

Y además, seamos realistas. Recordemos que el tablero es de madera. Las piezas son de plástico. Y las damas ya no existen.
Peones, sólo peones.

domingo, 9 de octubre de 2011

Enroque

Habían constriudo la Torre. Habían llegado al Cielo.
El primer humano asomó su cabeza por un hueco entre las nubes. Vio a Dios y lo saludó.
¿Y ahora qué hacemos? -le preguntó al que venía detrás de él.
-No sé -respondió el otro- Nunca pensé qué hacer si subíamos y realmente lo encontrábamos.