miércoles, 28 de septiembre de 2011

Última cifra

El científico fabricaba una máquina que permitiera contemplar la Eternidad.
Durante años, se esforzó para lograrla. Complicados cálculos sucedían a difíciles tareas mecánicas, noches en vela y cafés fríos sobre la mesa de trabajo. Algo relacionado con la última cifra de no sé qué letra griega.
La terminó, finalmente. Y la encendió. Por fin podría contemplar la Eternidad, como quiera que se viera. Fama y fortuna le esperaban. Un campo de conocimiento ilimitado -con razón- se abría frente a él.

Acercó sus ojos al visor de la máquina, y se dispuso a contemplar la Eternidad que allí le esperaba. Miró en su interior.

Y siguió observando, en ese instante infinito, perdido en un tiempo que ya no era tiempo, congelado en un suceso que jamás terminaría, o jamás acabaría de comenzar.

viernes, 23 de septiembre de 2011

¿Y el protagonista?

L. Gómez salió del trabajo y caminó hacia la parada de ómnibus, como lo hacía todos los días desde que había comenzado a trabajar en la oficina, hacía casi veinte años.
Gómez era calvo, bajo y algo rechoncho. Usaba siempre el mismo traje gris gastado, y los mismos zapatos marrones, lustrados mediocremente, que dejaban traslucir años de abandono paciente y progresivo. Tenía la mala costumbre, cuando estaba aburrido, de juguetear con los puños de su camisa, en los que se veían unas largas manchas grises, seguramente de practicar su costumbre con los dedos manchados con la tinta grasosa de los sellos burocráticos.
La vida de Gómez era simple y poco interesante. Se levantaba todos los días a las siete y media, para estar en la oficina a las nueve menos cuarto. Se preparaba un café en polvo de dudosa calidad (el cual compraba en grandes latas amarillas tres veces al año), y lo bebía a sorbos cortos, para no quemarse, mientras escuchaba el noticiero matutino por la gastada radio de transistores. En la tarde, cuando salía de la oficina, compraba medio de pan y cien de salchichón o salame en el almacén del italiano (del cual nunca supo otro dato aparte del de la nacionalidad), y con eso preparaba su cena, acompañada, por supuesto, del café que salía de las latas amarillas, diluido como agua con tierra.

El día al que nos referimos, era como cualquier otro. No una límpida mañana de abril, sino una pesada tarde de septiembre, con un Sol algo opresivo que ya se aprestaba a descender, y un viento que arrastraba páginas de diarios de ayer y hojas de plátano oriental contra las rejas de las casas.
Gómez sacó su pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz, mientras esperaba el veintitrés o el sesenta y cuatro en la parada de ómnibus. Guardó el pañuelo en el bolsillo del saco.

Sonó un disparo a lo lejos, luego otro. Un automóvil dobló la esquina a una velocidad endiablada, perseguido de cerca por un patrullero con su sirena chillona. La carrera se prolongó por la ancha avenida, hasta desaparecer en otra esquina. Los rumores de la sirena y de los motores forzados se apagaron. La calma volvió.
Gómez levantó la vista, que había vuelto a dejar caer luego de mirar fugazmente al patrullero y a su presa. Ahí venía el colectivo. Una señora levantaba la mano ya para que se detuviera.
Gómez se subió al ómnibus y se sentó junto a una ventana, los ojos entrecerrados, apagados. Tal vez pensara en el italiano sin nombre y su almacén, o en el auto y el patrullero. Quién sabe. Quizás los extras no tengan pensamientos; tal vez existan sólo para llenar espacios en la escena, que de otro modo completarían un poste o un árbol. Tal vez hay historias que no son historias, y sus protagonistas sólo existen para ser los extras de la historia de otro.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Prueba de personificación N°1

Desde hace miles de millones de años que esperaba allí, bajo ese manto de sólida roca.

Por primera vez luego de tantos milenios, vio la luz. Un esclavo, armado con un tosco pico, la rescataba del lecho rocoso que la había cobijado durante tan largo tiempo. En su rostro se marcaban las huellas de una vida de trabajo duro y emociones mal reprimidas.

En el crisol, el calor ardiente la purificó. Incandescente, fluyó a través de los canales de piedra, hasta el molde que habría de darle forma.

Esperó dos días en el molde. La oscuridad era distinta ahora. No como la oscuridad de la roca. Una oscuridad civilizada. Tomada por los seres humanos, y refinada.

Volvió a ver la luz. Ahora, un hombre de fuerte complexión y venas azuladas en los brazos la martilló ensordecedoramente. Tenía ahora un borde afilado y una punta aguda.

Terminó en un cesto de mimbre, con muchas otras como ella. Otra noche. Esta vez, en una húmeda bodega.

En la mañana, fue atada con presteza en la punta de una vara flexible. La ligadura era firme, y soportaría bien cualquier impacto. La cubrieron luego con un viscoso baño de un líquido pegajoso, que no tardó en secarse con el aire. Olía mal. Como a veneno.

Ruidos confusos. Reconoció el sonar de las trompetas de guerra. Fue tomada rápidamente, reunida junto a muchas otras, y deslizada en una vaina de cuero. Afuera, arreciaba el sonido metálico de la batalla, y los alaridos alarmantes de los caídos.

De pronto, sintió que la izaban. Antes de poder darse cuenta de lo que sucedía -o de lo que sucedería- fue disparada a una velocidad vertiginosa.

Un baño rojo, algo húmedo, sólido, y luego, la vuelta a la luz. Había sido diparada -y clavada- en un pie. Mejor dicho, en un talón.

Un par de pasos del hombre herido, y luego se desplomó.


Siglos más tarde, cuando ya no fuera más que polvo de óxido avejentado por la lima de los años, perdido en el viento y en la memoria, conservaría, estuviera donde estuviese, el recuerdo de que ella había sido la flecha que había matado a Aquiles.

Lo que no se compra, se alquila

Felicitaciones, ya ganaste -le dijeron- El premio es tuyo. Llevalo a tu casa, y disfrutalo por el resto de tus días. -una pausa- Sino, podés cambiarlo por lo que hay detrás de esta cortina.
-Ni loco -respondió el hombre- Me llevo el millón.
Tomó el maletín y se fue.


Y, detrás de la cortina, la verdadera felicidad siguió esperando por algún arriesgado (o quizás un tonto) que la reclamase. Ya vendría alguno.