jueves, 27 de mayo de 2010

El ocaso de la tecnología

Luego de siglos de investigación y desarrollo exhaustivo, la civilización de la Tierra había logrado crear a DiOS. DiOS, siglas abreviadas de algo demasiado olvidado, era la más grande máquina que hubiera existido y existiría. Había sido diseñada para actuar como una presencia protectora para toda la civilización, para protegerla de todos los males existentes, y los aún no conocidos. Había sido ubicada en el espacio, un recinto vacío de miles de millones de kilómetros, donde el tamaño no era un problema. DiOS tenía millones de los componentes más modernos, los cuales funcionaban con el único propósito de beneficiar a la sociedad. Se acabaron las enfermedades, el hambre, los desastres climáticos y las guerras. Ya no necesitaron edificios para guarecerse de la lluvia ni del frío, ni herramientas para cultivar alimentos. La Tierra era un paraíso.
Durante miles de años existieron la civilización y DiOS. Una, intentando constantemente de destruirse a sí misma, y el otro, reparando sus desastres. La sociedad había alcanzado una complejidad asombrosa, un equilibrio exacto y frágil.
Todo cambió un día. Seguramente fue a causa de un meteorito u otro bólido espacial. No se sabe con certeza. Lo que sucedió es que DiOS fue destruido. Sus fragmentos se perdieron en el espacio, donde nunca serían encontrados. La sociedad se vio afectadísima. Las enfermedades se abatieron sobre ellos. La gran civilización que habían creado desapareció en un par de décadas. Posteriormente fueron esclavizados, cazados y exterminados por seres con tecnología superior, y llevados a la extinción, dado que ya no tenían a DiOS para protegerlos. Al depender tanto de una máquina para resolver sus problemas, habían perdido, sin notarlo, todas sus habilidades. Habían involucionado. Al final, desapareció el último de ellos, y los seres superiores tomaron la Tierra como suya.
Y así finalizó la historia del hombre de Neandertal.

Describirse

El muchacho escribe sobre su desgastado escritorio de roble antiguo. Escribe la historia de un hombre. Su personaje, un hombre inteligente, sagaz, astuto y fuerte, es capaz de salir indemne de cualquier situación. Lucha contra el mal, ayudando a la policía a atrapar malhechores. Hoy, luego de ingeniosos y deductivos procedimientos, combinados con una gran destreza en el manejo de las armas de fuego, ha atrapado a dos ladrones de banco. Con calma, los lleva, atados, a la comisaría. Entra en el descascarado edificio, donde el corpulento comisario escribe algo en un cuaderno amarillento, el cual guarda con prontitud en un cajón de su despacho. Encierra a los ladrones. El relato termina.
El comisario escribe. Escribe una historia de amor. Describe situaciones que dejó de experimentar hace tiempo. Tal vez, en el papel plasma sentimientos que nunca se atrevió a demostrar. Los protagonistas, una pareja de adolescentes, son personajes problemáticos. Situaciones trilladas. Frases de cajón. En su relato, el enamorado, en sus noches de vela triste, vuelca sus penas en su diario. Deja una página al final del mismo para escribir algo, una idea que ha venido asaltando su mente desde hace tiempo, como un bandido en el páramo desierto. La historia continúa. Las cosas terminan bien para ambos jóvenes. Más situaciones trilladas. El sufrido joven y la bella muchacha finalmente se casan y tienen hijos. Su historia finaliza.
El enamorado escribe en la última página de su diario. Desearía, ardientemente, ser más fuerte, más desenvuelto. Decide que el personaje de su historia será un espía. Se dedica a obtener información para su gobierno en un país que le es ajeno. Está dudoso. Duda sobre la ética de su labor. Duda que el país para el que trabaja, el país que le enseñaron a amar, sea el que tiene la razón. A pesar de sus dudas, presenta sus informes secretos todos los días, evitando siempre, con habilidad, el ser descubierto. Un día, finalmente, se descuida. Las cosas se salen de control. Es descubierto y atrapado. En una sórdida prisión, es torturado para hacerlo hablar, delatar a sus compañeros, pero él no cede. Es, ante todo, un hombre con lealtad. Leal a su país, a pesar de que éste lo haya abandonado. En los largos días en su celda, toma un trozo de papel y se dispone a escribir un último párrafo, a fin de que pueda quedar algo de él luego de su inexorable muerte. Finalmente, días más tarde, es condenado a muerte. Con una mirada torva, ve salir el sol de su último amanecer. Nadie se preocupa ya por él. Respira hondo, y se prepara para lo que viene, con la frente en alto. La historia termina.
El espía escribe en su fría y sórdida celda. Está cansado de su vida de peligros y aventuras. Desea relatar una historia. Una historia sin aventuras, engaños ni traiciones. Toma un sucio papel, perdido en los oscuros y húmedos rincones de su sucia celda. Escribe la historia de un simple muchacho, un muchacho quien, sobre su desgastado escritorio de roble antiguo, escribe la historia de un hombre.

lunes, 17 de mayo de 2010

Asalto

Pestañeó nerviosamente. En ese momento lo notó. Se la habían robado. Fue él. Sí, definitivamente ha sido él -pensó con amargura- La forma en la que me miraba, la forma en que observaba mi actitud, todo apunta a ello. La quería para él. Sólo esperaba hasta el momento en el que me la quitaría, final e irrevocablemente. Ese ladrón, un vil ladrón. Ah, pero ya verá; lo perseguiré hasta el fin del mundo si es necesario. Se la arrancaré de las manos. Sólo entonces seré feliz. Siempre la tendré conmigo. Jamás volveré a cometer el estúpido error de prestársela. Quién iba a saberlo. El que consideraba mi mejor compañero no resultó ser más que un sinvergüenza.
Así pensó, y se levantó. Se estiró y desentumeció los músculos. A lo lejos, se acercaba el responsable de su desdicha. Parecía despreocupado y distraído. Seguramente no sospechaba los planes de venganza del otro, que entrechocaba los dientes de ira.
Se acercó.
Se lanzó hacia el ladrón con una resolución ciega y encolerizada, como un relámpago. El otro, sorprendido, intentó esquivarlo y correr, pero no tuvo tiempo. Se desencadenó una lucha titánica; uno de ellos aferrándose con todas sus fuerzas al objeto robado, y el otro intentando arrebatarle lo que era legítimamente suyo.
La lucha terminó. La victoria fue para el legítimo dueño. Se dirigió a un lugar cómodo para disfrutar de un bien merecido descanso, en compañía de ese objeto apreciado. Se sentía vibrante de felicidad.

El niño entró en la cocina, donde su madre cortaba vegetales para echarlos en la olla de la sopa.
El perro me quitó mi pelota. –dijo sollozando.

viernes, 14 de mayo de 2010

Objetivo

El guerrero respiró hondo. Hacía años que esperaba este momento. Toda su vida, en realidad. Todo parecía ensayado, como una obra de teatro practicada cuidadosamente. Todo. El juego difuso entre luces y sombras, el aire, el latido acompasado de su corazón mezclado con el resollar audaz de una respiración contenida para no causar ningún ruido innecesario. Todo contribuía a la escena. Una perfecta sincronía de ambiente y actores.
Se concentró. Tensó los ya endurecidos músculos. Todo lo que debía hacer era acercarse por detrás y clavarle diestramente el puñal en el corazón, pensó. Había sido entrenado para ello por su maestro. No tendría razones para que algo saliera mal. El objetivo era, y siempre lo había sido el despótico emperador. Un hombre que gobernaba con mano férrea, cuyas acciones no estaban sujetas a la dicotomía del bien o del mal, dado que él mismo hacía las leyes y cuidaba su cumplimiento.
De todas formas, el porqué de lo que estaba haciendo no importaba, pensó. El objetivo era matarlo, no la razón. Terminando las cavilaciones, trepó diestramente hasta la ventana de la fortaleza imperial, como una serpiente acechando a una presa indefensa. Tras una corta lucha silenciosa, abatió a los dos guardias que dormitaban frente a la puerta, apoyados sobre sus armas. Eso también estaba ensayado. Nada fuera de lo previsto. Todo iba bien.
Con gran destreza, abrió la pesada puerta de la habitación del emperador. El aire olía a madera rancia, pero se percibía otro olor, inidentificable por el momento. Avanzó por el amplio salón sin que el aire se percatase de su presencia. Vio al emperador tendido en la cama. Se preparó para cumplir su misión. Levantó el puñal sobre su pecho. Entonces, le vio el rostro.
El emperador yacía muerto. Había muerto tranquilamente en su cama poco antes de su llegada.
El guerrero bajó el puñal. La tarea estaba cumplida. Sin embargo, no la había consumado él. Sus dedos soltaron finalmente el arma, empapado el mango por el sudor de su palma. Mi misión ha sido cumplida por sí sola, pensó. Ya no me queda nada. He fracasado.
Salió por la puerta y fue apresado por los guardias.