El científico fabricaba una máquina que permitiera contemplar la Eternidad.
Durante años, se esforzó para lograrla. Complicados cálculos sucedían a difíciles tareas mecánicas, noches en vela y cafés fríos sobre la mesa de trabajo. Algo relacionado con la última cifra de no sé qué letra griega.
La terminó, finalmente. Y la encendió. Por fin podría contemplar la Eternidad, como quiera que se viera. Fama y fortuna le esperaban. Un campo de conocimiento ilimitado -con razón- se abría frente a él.
Acercó sus ojos al visor de la máquina, y se dispuso a contemplar la Eternidad que allí le esperaba. Miró en su interior.
Y siguió observando, en ese instante infinito, perdido en un tiempo que ya no era tiempo, congelado en un suceso que jamás terminaría, o jamás acabaría de comenzar.
que bueno es como de borges me recuerda mucho a el
ResponderEliminarha visto, joven Fiodor? Su historias nos traen reminescencias borgeanas a todos sus lectores! El cuento, excelente!
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