lunes, 30 de mayo de 2011

Cruda realidad

Un hombre. Un hombre nacido con la enfermedad de la inmortalidad.

Durante los primeros años, ser inmortal no fue un problema. No envejecía, manteniéndose siempre joven y sano. Disfrutaba la soltura y jovialidad de los años mozos mientras los que habían sido sus compañeros de colegio estaban muertos o agonizantes bajo el paso de las décadas.

A lo largo de su vida conoció a varias personas. Todas, indefectiblemente fallecieron, como estaba escrito que pasara. Él no se preocupó. Sabía que siempre podría conocer más gente.

Así fue, al menos hasta el fin de la vida en el planeta Tierra. Cuando éste colapsó debido a la muerte de su envejecido sol, él quedó flotando en el espacio vacío.

Y allí quedará, navegando el limbo, hasta que el universo acabe, o sea creada más vida, en algún momento de la eternidad. Lo que ocurra primero.

Piedra libre

Tras largos años de investigaciones –dijo el científico con grandilocuencia ante las cámaras que lo rodeaban, aprisionándolo- he descubierto lo que existe después de la muerte.
-Por favor, profesor, díganoslo. –exclamó un joven periodista, ansioso.
Sólo quería avisarles del descubrimiento. ¿Creés que voy a arruinar el juego? –respondió sonriente el científico, mientras acercaba el arma a su sien.

martes, 3 de mayo de 2011

Efímeros

Seres mortales. Junto con la palabra, el concepto correspondiente se desarrolló durante eras en la mente de ese ser eterno. El pensamiento de un ser limitado, efímero, era extraño e irreal para su intelecto sempiterno. ¿Un ser que pasara de viviente a inanimado? Tal vez fuera posible. En busca de respuestas, dialogó con otros como él, seres que jamás habían conocido otra realidad que la existencia y que, por la misma razón, tildaron su revolucionaria idea de descabellada.
En un instante, decidió probar su teoría. Crearía un ser capaz de dejar de existir, que pasara de la vida, a la ausencia total de ella. Luego de largos y complicados experimentos, logró crear unas criaturas que creía serían capaces de llegar a dicho estado. Decidió llamarles humanos.
Los puso sobre la Tierra y esperó a ver si morían. Para calcular el tiempo (un concepto que recién ahora comenzaba a tener importancia), se basó en los ciclos del Sol y la Luna, cuya mencánica precisión le serviría para dividir la existencia de sus criaturas en días, meses y años.
Novecientos años pasaron, y los primeros humanos se reprodujeron sin pausa, sin que ninguno de ellos llegase a morir. Su creador les había concedido la mortalidad, mas no la forma de alcanzarla. Debía enmendar ese error.

Y así, ese ser eterno de esquelético rostro tomó su capa negra, su guadaña afilada, y salió al mundo a terminar lo que había dejado a medias.

domingo, 1 de mayo de 2011

En tácito

La habitación llena de gente acentuaba el apremio. Debía hacérselo saber. Debía hallar la forma de decírselo antes de que uno de ambos saliese de la habitación. La necesidad era apremiante.
Los temas vagaron por derroteros recónditos. Ni una alusión se hizo al tema vital. Las miradas, intangibles, se cruzaban sin tocarse. Sin embargo, la urgente necesidad de comunicarle aquel mensaje bullía en su mente, entorpeciendo su conversación, y convirtiéndola en una monótona sucesión de monosílabos.
La hora se acercaba. La hora en que alguno de los dos debería irse. No sabía a qué hora sucedería, pero temía que fuese pronto. Debía decírselo de inmediato, rápida y concisamente, pensó, con la mirada fija, mientras le veía ponerse el abrigo, despedirse de todos y salir por la puerta. Esa puerta que daba a la calle. Miró atrás y rozó casualmente su mirada con la suya, antes de salir y perderse para siempre.
Se despabiló. Corrió desenfrenadamente hacia la puerta, que se había cerrado hacía unos instantes, y la abrió. Afuera, la tranquila y vacía calle nocturna le miró con curiosidad. Suspiró. Poco importaba que hubiera salido hacía treinta segundos, o hacía un siglo; uno de los dos ya había abandonado el cuarto.

La noche estaba perdida.