jueves, 30 de septiembre de 2010

Nadie más

Abrió los ojos. Tumbado boca arriba, intentó distinguir algo en ese denso cielorraso azul, pero fue en vano.
Se incorporó. Su cara, espolvoreada de arena y costras de sal, le ardía debido a las quemaduras solares, recibidas, sin duda, durante su larga e inconciente estadía boca arriba en esa playa desconocida. Se levantó. Su cuerpo, no en mejor estado que su rostro, se sentía cansado y desgastado con la arena, como si hubiese perdido capas, debido al pulido. La ropa, mojada primero durante el viaje a la deriva desde el naufragio, secada luego por el ardiente sol, y humedecida de nuevo por alguna ola, había adquirido una textura muy desagradable.

Se quitó la áspera camisa, mas conservó el pantalón. Comenzó a caminar por la playa a la que su desgracia habíale arrojado, buscando desesperadamente algo con lo cual combatir esa monstruosa sed que lo atacaba. Luego de una corta búsqueda, halló un coco, caído desde lo alto de una palmera costera. Después de muchas tentativas, logró, con ayuda de una roca afilada, hacer un hueco en la dura y fibrosa corteza y beber su blancuzco contenido.
Había calmado su sed, un logro importante para un náufrago solitario en una playa. Se dirigió paralelamente a la línea de la costa, con la esperanza de encontrar algún vestigio útil del naufragio. No dudaba de que vendrían a rescatarlo rápidamente, dado que el barco se había hundido en medio de su ruta habitual, y la costa en la que se encontraba no debía hallarse muy lejos de allí.
Caminó unos pasos. Más allá, halló un cadáver tumbado boca abajo sobre la arena. No se asustó. Sólo los supersticiosos temían a los cuerpos sin vida, y él era un racionalista. Probablemente, la marea había traído aquel macabro bulto desde el lugar del naufragio, depositándolo sobre la costa.
Con algún esfuerzo, el náufrago dio vuelta al cuerpo. La cara había sido atacada fuertemente por los peces, porque no había en ella nada que pudiera reconocerse. Sin embargo, al contemplar esa irreconocible masa de tejido informe, sintió una especie de (¿irracional?) empatía con el cadáver, una conexión natural, como si hubiera conocido de toda su vida. Como si el muerto hubiese sido alguien muy cercano a él, y cuya muerte le tocaba en lo más profundo de su ser.

A pesar de no poder identificar de qué miembro de la tripulación se trataba, el náufrago le dio sepultura en la arena, y puso una pesada roca en forma de lápida a su cabecera. Se alejó luego, a través de la playa, sumido en cavilosos pensamientos acerca de la muerte, mientras esperaba la expedición que vendría a salvarlo.

Unos días después, una expedición de rescate llegó a la costa. Se trataba de cuatro hombres en un automóvil todoterreno, munidos con altavoces, con los que repetían sin cesar una burda consigna de rescate.
Del naufragio, habíanse salvado todos los tripulantes. Sólo restaba hallar a uno de ellos. Convencidos de que se encontraba a salvo y había nadado hasta la costa, emprendieron una expedición de búsqueda, en ese trozo de costa aislado del resto del continente por densas selvas.
Como inevitablemente debía sucecer, vieron de inmediato la lápida de roca, y de inmediato sospecharon la naturaleza de lo que resguardaba. Lo desenterraron.
-Es él. Lo reconozco por la ropa que llevaba.-dijo uno de los hombres.
-Pero ¿quién lo enterró?-preguntó otro.-Era el único desaparecido del naufragio. No había nadie más. Y nadie ha venido aquí en meses.

Frente a ellos, invisible, gritando y agitando desesperadamente los brazos, se encontraba el fantasma de ese hombre, quien sin saberlo, se había enterrado a sí mismo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Forma de hongo

Una de las formas de vida más baja del planeta se encontraba acurrucada bajo una roca gris, bajo una alcantarilla en un callejón de la populosa ciudad. Sacudió sus alas rojizas, que ya no usaba para volar, para quitarles algo de pelusa. Luego, con paso rápido y precipitado, como la marcha de un ejército invasor, se dirigió, a través de un oxidado tubo, hacia la superficie. Sus tres pares de patas con garfios en sus extremos se aferraron fácilmente a la rugosa textura del cilindro.
Asomándose a través de la verja que lo separaba de los gigantescos automóviles que transitaban, el insecto palpó con sus largas y finas antenas. A pesar de la molesta luz, se arrastró afuera, levantando el abdomen para pasar por sobre una colilla de cigarrillo.
Los peligrosos zapatos de los innumerables transeúntes (poca cantidad, en relación a la inmensa población de sus congéneres artrópodos), representaban una fuerte amenaza para la integridad física del insecto. Sin embargo, pudo atravesar la columna de humanos marchando sin ser aplastado.
Ya acostumbrados sus ojos a la hiriente luz del día, fue capaz de mirar al horizonte.
Entonces lo vio. Un débil destello de luz, y luego una enorme nube con forma de hongo apareció a algunos kilómetros. Los humanos, sin saber dónde esconderse, corrían en todas direcciones, despavoridos.

La cucaracha agitó las antenas. Luego se escondió de nuevo bajo la alcantarilla. De haber tenido labios, una sonrisa habría cruzado su rostro.
Era una suerte que sólo ella pudiese soportar la radiación.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El zurdo

El hombre se levantó por el lado derecho de su cama, como siempre solía hacerlo.
El hombre se levantó por el lado izquierdo de su cama, como siempre solía hacerlo.

El hombre tomó con la mano derecha el abrigo que colgaba del lado izquierdo del perchero.
El hombre tomó con la mano izquierda el abrigo que colgaba del lado derecho del perchero.

El hombre se vistió con prontitud, y se puso los zapatos nuevos. El derecho le apretaba. Debía llevarlo al zapatero. Se los quitó y se puso otros.
El hombre se vistió con prontitud, y se puso los zapatos nuevos. El izquierdo le apretaba. Debía llevarlo al zapatero. Se los quitó y se puso otros.

El hombre se calzó el reloj en la mano izquierda. Miró la hora. La zapatería abriría en media hora.
El hombre se calzó el reloj en la mano derecha. Miró la hora. La zapatería abriría en media hora.

Ambos hombres se detuvieron frente al espejo.
Y se miraron uno al otro a fin de saber si estaban presentables.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Desahuciado

A través del vidrio cruzado por cristalinos senderos de agua, el hombre miró a la bella mujer que danzaba feliz en medio del estruendoso tráfago de le fiesta. Un pensamiento vagaba lúgubre y desgarrador por su mente.
-Ella ya no es mía.
Con melancolía, observó la hermosa casa de blancas paredes donde la fiesta tenía lugar.
-Ya no tengo las llaves...
Bajó la mirada lentamente y se dispuso a irse y perderse en la lluvia, caminando con paso cansino hacia la oscura noche que parecía ya fundirse con él.

Mientras anteponía, lentamente, un paso al otro, pisando los largos charcos que no percibían su presencia, pensó en lo tonto que había sido al suicidarse aquella vez.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Pequeña crónica natural

A medida que pasaba el tiempo, notó que iba cambiando. Sentía sensaciones extrañas. Sus sentidos no estaban coordinados, y la información que le llegaba era dudosa e inexacta.
Primero, los ojos. La luz le enceguecía. Su cerebro ardía al recibir los nuevos impulsos procedentes de sus nuevos globos oculares. Luego, desarrolló unos prácticos apéndices en sus costados, que le permitían moverse con soberbia torpeza. Mas tarde, logró respirar por sí solo sin demasiada dificultad. A continuación, unos nuevos pulmones le permitieron respirar el valioso oxígeno que cubría ese maravilloso planeta.
La criatura se sentía cada vez más fuerte, y desarrollaba ya tecnología cuyo poder era incapaz de siquiera comprender. Sin embargo, no se detuvo. La meta no existía. Sólo había un camino por delante. Siempre adelante. Siempre adelante. Incluso cuando los artefactos construidos por ella misma contaminaron los gases vitales y destruyeron sus pulmones, y la fuerte radiación nuclear la obligó a cerrar los ojos, hasta que, en el final, sus piernas ya flaqueantes le dejaron caer de nuevo en el profundo océano primordial del que había salido.

Nueva Política

Luego de unas cortas vacaciones de dos mil quinientos años, el dios de la política volvió al trabajo. Para retomar su gestión, decidió dar un paseo por el mundo. Como uno esperaría de tal sujeto, tomó la forma de un simpático y obeso calvo, con gafas sin marco, rostro sonrosado y un maletín en la mano. En definitiva, un tipo agradable, la clase de persona con la cual se puede conversar en la fila del banco, sin miedo de que vaya a asaltarle o venderle un seguro.
El Panteón, organización divina a cargo de la regulación de asuntos de dioses y hombres, estaba, como de costumbre, escasa de fondos (hay que considerar que hay un dios para cada aspecto de nuestras vidas, es decir, para el pan, el vino, las computadoras, la política, la economía, la limpieza, entre muchos otros, así que el presupuesto no alcanza para todos), así que sólo pudo conseguirle al dios de la política asientos de tercera clase en el tren a la Tierra.
El tren estaba en malas condiciones. Había pocos pasajeros, de los cuales la mayoría eran inspectores de otros departamentos divinos, enviados a gestionar algún asunto sin importancia. Luego de un viaje de duración desconocida, o mejor dicho, atemporal, el dios llegó por fin al planeta. Se estiró, recogió su maleta y su abrigo de cuero, y bajó del tren. Éste siguió su marcha, dejando tras sí una nube de polvo que hizo toser al dios, poco acostumbrado a ese cuerpo humano, tan incómodo y rechoncho.
Como había olvidado crear también un automóvil para desplazarse, el dios debió hacer el largo camino a pie hasta una ciudad cercana. Como era de esperarse, llegó cansadísimo y sediento. Se detuvo a comprar algún refresco en un restaurante barato.
El mozo que lo atendió, un hombre de mediana edad y cabello entrecano, al ver que era el único cliente en el local, le preguntó, amablemente, luego de traerle el refresco, si quería ver, en el televisor adosado a la pared, el partido de fútbol local, o el noticiero. El dios eligió, obviamente, el noticiero.
El programa, un noticiero local, exponía noticias acerca de política. El dios, interesado, pidió al mozo si podía subirle el volumen. Éste, al ver que se interesaba por la política, comenzó una charla con él, acerca del mismo tema, la cual continuó hasta bien entrada la tarde, cuando el dios recordó que el tren de regreso salía en una hora, y si no lo tomaba, debería esperar al otro día para volver a su despacho. Así, pues, se despidió del mozo, y emprendió el viaje de regreso.
Una vez en su despacho, el dios de la política tomó un papel y escribió rápidamente un párrafo, el cual firmó a continuación.
Llevó el escrito a la sede principal del Panteón. Era un edificio cuadrado y gris, típica arquitectura divina. Las puertas eran de láminas de vidrio transparente. Formó fila hasta que lo atendieron por ventanilla. El dios entregó el papel y presentó su renuncia.
¿Causas? –preguntó la empleada que lo atendía.
–Ya no hay política en la Tierra- dijo. –Sólo hay corrupción.