lunes, 20 de diciembre de 2010

Evasión

¿Lee usted mucho? -me preguntó el científico, mirándome con sus cansados ojos, a través de la fortaleza que conformaban sus espesas cejas y sus gruesos lentes de sabio.
-Ya casi no lo hago, profesor; sin embargo, en mi juventud, disfrutaba leyendo novelas. Pistoleros, ya sabe. Aventureros, a veces. Esa clase de cosas. -respondí.
Hacía tiempo que había trabado amistad con aquel brillante científico. Poco sospechaba él que nuestra amistad tenía como fin el robarle el invento en el que trabajaba, aunque yo ignoraba por completo la naturaleza del descubrimiento. Sólo sabía que era algo de valor que merecía ser robado.
Mi creación -explicó el sabio- se basa en manipular las leyes del tiempo y del espacio de tal forma que uno pueda establecer un punto fijo en él. Como el señalador de un libro o el punto de guardado de un videojuego.
Me pregunté de dónde conocía un anciano físico el funcionamiento de un videojuego, aunque por supuesto, no se lo pregunté. Me limité a esperar que continuara con su explicación.
Existen infinitos universos, o dimensiones. -continuó- mi invento establece un punto seguro, como una estaca clavada en el espacio-tiempo, que actúa como unificador de todas las dimensiones. A partir de ese punto, usted puede hacer lo que desee; volver al punto de guardado en cualquier momento, y hacer cualquier cosa distinta a la que hizo con anterioridad. Probar infinitas variables. Mi invento es, podría decirse, la clave del éxito.
Asombrado, aunque poco interesado por el funcionamiento interno del aparato, pregunté acerca de su uso práctico.
Es muy simple. -aseguró el científico, extrayendo del bolsillo de su bata de laboratorio una pequeña caja de metal bruñido- Acá está el aparato en cuestión.
Abrió la caja, y extrajo el contenido. Parecía un pequeño diodo rojo, con dos botones a los lados. Muy simétrico.
-El botón negro es el de guardado. Cuando se lo presiona, se establece un punto de guardado, o señalador. El otro, el gris, es para cargar la partida, o volver al lugar donde se dejó el señalador.
-Es suficiente, profesor. -dije, apuntándolo con un arma.- Démelo, no se resista.
El científico me miró con sus ojos avejentados. En ellos se leía el dolor. No sé si dolor por la pérdida de su invento, o por mi traición.

Huí.

Estaba seguro de que el científico no tardaría en llamar a la policía, por lo que debía darme prisa. Mientras huía en mi automóvil, tomé el diodo robado, y presioné el botón de guardado. Mejor asegurarse, pensé.
El diodo vibró y emitió un pitido, pero no sucedió nada. Sacudí el aparato. Seguía sin ocurrir nada. Mientras terminaba de doblar en una curva de la ruta, presioné el otro botón.

Sentí una especie de ardor de despresurización en los oídos, y todo volvió en la normalidad. Estaba en mi automóvil, conduciendo a toda velocidad hacia los límites de la ciudad. Pero con una diferencia.
La curva de la ruta estaba frente a mí, en vez de estar atrás.

Había vuelto treinta segundos en el tiempo.

En mi asombro, no calculé que debía volver a doblar en la curva, y desbarranqué, a toda velocidad, hacia el largo precipicio que esperaba abajo.

Una idea me iluminó la mente.
El diodo. Ésa era la solución. Volvería de nuevo, y doblaría fácilmente en la curva.

Presioné el botón. El botón negro. En el pánico de la caída, lo había confundido.

Seguía cayendo.

Sin percatarme de mi error, presioné el otro botón con mi dedo tembloroso de pánico.

Volví a caer. Pero desde más arriba.
Volví a presionarlo. Y caí de nuevo. Igual que antes.

Y así es como sigo cayendo, condenado a una tortura eterna de caer hacia una muerte segura en un auto que se desbarranca, salvándome cada vez para repetir la tortura, a través de ese botón, en el diodo rojo que nunca cambiará, hasta el momento en que, ya casi enloquecido, decida no presionarlo, y sea arrastrado hacia abajo, a morir esa muerte tantas veces evitada.

No sé si tendré el coraje de no presionarlo.
No lo sé.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Muros

Luego de muchas generaciones, el descendiente del antiguo emperador visitó aquellas tierras.
Un hombre, canoso y barbudo, lanzando rocas contra la muralla de un antiguo castillo.
Se acercó a él, y le preguntó qué hacía.
Un mandato de vuestro antepasado al mío -respondió el hombre- Arrojar rocas contra este castillo hasta reducirlo a polvo. Incontables generaciones han pasado. El castillo no se ha derrumbado. Muchas generaciones más pasarán hasta que la tarea sea cumplida.
-Una perseverancia admirable -contestó el emperador, mientras se alejaba- Verdaderamente, esos muros eran resistentes.

Y el hombre quedó allí, arrojando piedras contra el castillo, una tras otra, hasta quién sabe cuándo.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Muda protesta

Cada vez que paso por el comedor, me veo obligado de mirar el gran cuadro, colgado en la pared, que lo adorna. O debería adornarlo. Siempre me ha parecido que ese cuadro me vigila. Observa la vaciedad en la que transucrre mi vida, con ese silencio desaprobatorio, más pesado que el peor de los sonidos. Está colocado justo frente a la mesa donde como, desde donde nunca deja de observarme.
El cuadro es implacable. Su mirada torva, la frialdad de esos ojos al óleo, me incomoda sobremanera. Varias veces he pensado seriamente en descolgarlo y guardarlo en un cajón, quemarlo o tirarlo, pero sucede que detrás suyo, la pared tiene una horrible mancha de humedad verdeazulada. Poner otra cosa en su sitio me sería imposible; ninguna otra cosa cabría en su lugar. Así que estoy condenado a tener al cuadro sonriéndome maliciosamente mientras almuerzo, ceno o veo televisión, sintiendo el peso de esos ojos secos que me vigilan.
Me vigila.
Ese ser pintado en un cuadro al óleo.
En el comedor de mi casa.

El problema es, que aunque pudiera sacarlo para siempre de mi vista, sus ojos nunca dejarían de vigilarme.

Maldito sea el día en que decidí hacerme un retrato.