martes, 27 de diciembre de 2011

Ilusión

Érase una vez una familia de gigantes.
Gigantes descomunales y ociosos, de esos que secuestran princesas y arrancan cabezas a los caballos de una mordida. Seguramente, en algún recóndito y dudoso enredo de su genealogía gigantea, habían de haberse mezclado con la estirpe de los ogros o alguna otra raza de bestias antediluvianas, puesto que poseían, en lo alto de sus gigantescas espaldas, unas escamas pardas de textura correosa, que suplían a las vestiduras en cuanto a lo que torso se refería. Protegíanse así de las inclemencias del tiempo y los elementos. En las extremidades inferiores, por otro lado, usaban unos burdos pantalones de tela, confeccionados con sacos vacíos de harina, unidos por medio de nudos y ganchos.
Este pequeño clan de gigantes solía habitar en una espaciosa colina, el algún olvidado lugar, cuyo nombre no quiero recordar y que tampoco contribuye demasiado al relato, que digamos.
Los gigantes, si bien pertenecían a la misma raza que de tantas fechorías fuera responsable en el pasado, eran de naturaleza tranquila y poco entregados a las célebres correrías que llevaran a cabo sus antepasados. Preferían pasar el día durmiendo, para salir en la noche a saquear alguna despensa descuidada o devorar algún caballo suelto. Si algún intruso (cosa rara pero probable) llegaba a acercarse demasiado a su amada colina, los gigantes lo espantaban a fuerza de erguirse en su inmensa estatura y agitar sus fuertes y macizos puños. El espectáculo resultante servía para disuadir al enemigo más osado. En el improbable caso de que el intruso se acercase más, un buen golpe terminaba con el asunto.

El episodio que me propongo a relatar sucedió una tarde cualquiera, un día en que los gigantes practicaban su pasatiempo diurno preferido: dormir.
Gruñendo perezosamente, uno de los gigantes despertó de su sueño. Al levantarse y otear a su alrededor, divisó en la lejanía una figura que se acercaba. Al principio no prestó demasiada atención al asunto. Probablemente se tratara de un carruaje o carreta pasajeros, como tantos otros que solían transitar allá a lo lejos, dirigiéndose hacia quién sabe dónde. Ciertamente no le importaba.
Pero no. Pronto pudo comprobar que la figura se acercaba. Más aún, ahora eran dos figuras en la lejanía.
El gigante despertó a sus compañeros durmientes. Era hora de intimidar a los intrusos.

La figuras se acercaron. Cuando se hallaban a más o menos media legua, se hizo evidente que se trataba de un caballero y de su paje. Los gigantes más viejos temblaron de terror: se acercaba uno de esos temibles y sanguinarios caballeros andantes, el azote ancestral de los gigantes, quienes temían y odiaban a los caballeros de una forma indescriptible. Quién pudiera olvidar al cruel y sanguinario Caballero de la Ardiente Espada quien, hacía algunos siglos, había atacado y partido a la mitad, sin provocación alguna, a dos nobilísimos y respetados gigantes, miembros de una de las más distinguidas familias de toda la raza gigantea.

Los gigantes, temerosos aunque con determinación, adoptaron la actitud defensiva. Se irguieron sobre sus gigantesca estatura y amenazaron a los recién llegados girando sus puños con actitud amenazadora.

El caballero, sin embargo, no se amilanó. Cargó contra ellos a todo galope, la lanza en ristre, y fue recibido por el puño de uno de los gigantes más grandes que se hallaba en la vanguardia. El caballero, derribado por el impacto, rodó por el suelo. Se levantó luego con ayuda de su escudero, quien se lamentó de su suerte. Un nutrido diálogo se cruzó entre amo y paje. Los gigantes miraban silenciosamente, sin atreverse a decir palabra. Finalmente, el temible caballero y el rollizo paje se fueron.

Los gigantes suspiraron, sorprendidos y aliviados por haber salido ilesos del encuentro con un temible caballero andante.
Las enormes bestias se tranquilizaron, felicitaron al gigante que había aporreado al caballero, y se echaron a seguir durmiendo, para salir de noche a saquear despensas.

A lo lejos, oculto en su nube mágica, el mago Frestón (o quizá Fritón; el nombre se ha perdido en la noche de los tiempos) sonrió con malicia. Gracias a sus encantamientos e ilusiones mágicas, el mundo jamás se enteraría de la hazaña del valiente caballero, ni de su coraje al lanzarse contra una docena de bestiales y descomunales gigantes.
Es más; sería recordado por siempre como un viejo loco en una lunática embestida contra unos inertes e inocentes molinos de viento.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Tarjetas y fantasmas

Como venían profetizando desde hacía décadas los visionarios de la tecnología, llegó un momento en que el dinero plástico reemplazó al dinero físico. En reemplazo de las arcaicas monedas y los vetustos billetes, a cada ciudadano se le entregó una pequeña tarjeta de color verde iridiscente, que representaba, que contenía, todos los bienes monetarios que tuviese en el momento. Como una de esas antiguas tarjetas de crédito, pero mejorada.
¿Necesitaba cargar combustible? Deslice la tarjeta por el lector. Un bip y listo. ¿Comprar víveres? Otro bip. La vida solucionada. El billete y la milenaria moneda desaparecieron sin que nadie las extrañase, ni volviera a hablar de ellos.

Fue entonces cuando comenzaron a ocurrir los fenómenos. Empezaron como las típicas historias de aparecidos que suelen contarse alrededor de un fogón, una noche de campamento. Platos que se rompían repentinamente, sábanas que cobraban vida, espectros de gente muerta que de pronto aparecía reflejada en algún espejo. Cosas por el estilo.
Luego, las cosas empeoraron. La gente muerta dejó de aparecer repentinamente en los espejos, para empezar a proyectarse casi diariamente, en todas las superficies pulidas de casi todo el mundo. Los platos de cerámica se rompían tanto, que se volvieron obsoletos y fueron reemplazados por durables platos de acero o aluminio, que hacían por las noches unos ruidos ensordecedores al ser sacudidos y estrellados por los espíritus.
Las sábanas también se llevaron su parte. Los fantasmas parecían preferirlas para sus jugarretas hectoplasmáticas más que a ninguna otra cosa. Al no encontrar solución aparente, la gente procuró comprar grandes cantidades de sábanas, para así reemplazar las que eran robadas o sustraídas por los fantasmas. Esto pareció funcionar al principio, pero cuando la actividad espectral aumentó aún más, no hubo cantidad de sábanas que alcanzara. Los científicos desarrollaron, entonces, métodos alternativos de cobijarse durante el sueño (para todos aquellos que pudiesen conciliarlo a pesar del ruido de los platos). Así, idearon una especie de bolsas de dormir que se tendían sobre la cama, y que luego se plegaban y guardaban. Eso solucionó definitivamente el problema de las sábanas.

La cantidad de fantasmas, espíritus y espectros aumentó. En un momento, un grupo de científicos buscó una forma de erradicar a estos seres, pero les fue radicalmente imposible. Los fantasmas parecían inmunes a los tradicionales métodos de captura de seres sobrenaturales. El agua bendita les causaba el mismo efecto que el agua corriente; los crucifijos tenían el mismo efecto que una mazorca de maíz. Estos artefactos parecían más bien despertar el interés y la curiosidad de los fantasmas, en vez de eliminarlos. Hastiados, los científicos desistieron en sus tentativas y decidieron fundar una empresa publicitaria, la cual tuvo un considerable éxito.

Y así, a medida que los seres humanos morían, más fantasmas aparecían, como era natural.
Nadie recordaba esas obsoletas monedas, abandonadas cruelmente tanto tiempo atrás.

Es una pena que Caronte no aceptara tarjetas.




Nota:
Caronte era el encargado, en el Inframundo y posteriormente en el infierno de Dante, de cruzar las almas de los muertos a través del río Estige, pidiendo a cambio una paga de dos monedas.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Serás lo que debas ser... o serás como los otros

O tempora! O mores!
-Cicerón
Galatea. Ese era el nombre que había tomado forma en su cabeza, mientras limpiaba las imperfecciones marmóreas de sus pétreos cabellos.
Galatea. El nombre reflotaba en su conciencia en las largas y silenciosas horas de trabajo laborioso. En las largas noches en vela que en vano trataba de acortar mediante la lectura o la práctica del láud.
Galatea. Ése sería su nombre. El nombre de la mujer perfecta, la hembra por antonomasia.
Emocionado, trabajó día y noche durante meses, a fin de terminarla. Esculpía impaciente, conciente de que cada cincelada lo acercaba más al fin de su labor, a la génesis de la nívea doncella atrapada entre moles de mármol.
La terminó, por fin, y el golpe de ese último fragmento imperfecto de mármol que se desprendía lo llenó de emociones encontradas.
Pigmalión se enderezó. Su espalda le dolía luego de horas de permanecer en posturas incómodas.

Contempló la escultura. Un pensamiento cruzó por su cabeza. La conciencia irrefutable de que Galatea siempre sería una estatua, un trozo de roca sin vida, una caricatura de un ideal que no pudo encontrar, y seguramente no encontraría jamás. No sería Galatea. No sería nada. Sólo otra estatua para decorar pasillos y galerías, mientras acumulaba polvo de ocio.

Pigmalión suspiró. Dio la espalda a la estatua, y se dispuso a retirarse.
Sintió una mano que tocaba la suya. Esa mano tan familiar en la que había trabajado durante ocho meses. Esa mano que él había tallado con las suyas. Pero no era mármol ya. Era blanda y tierna piel. ¿Había la estatua tomado su mano?
Se volvió sorprendido hacia la escultura que había creado.

-¡Galatea!- exclamó Pigmalión casi sin aliento.
-Pigmalión -respondió suavemente la estatua- Los dioses me han dado vida.
-Serás mi esposa, ahora, oh anhelada Galatea.
-Para nada. No me interesan los cuarentones que se la pasan practicando pasatiempos. -contestó Galatea- Dame plata para ir al boliche.