miércoles, 16 de junio de 2010

Empresa

Era un largo día de trabajo, en la agotadora eternidad de los días sentado detrás de su escritorio. Otro día que parecía no acabar nunca, dentro de esa sedosa, blanca y aburrida oficina, de cuyos estantes sobresalían una multitud de trofeos de sus sin duda innumerables triunfos. El gerente estaba hastiado. Cansado de los días que no tenían fin, de no tener un superior a quien rendirle cuentas, de un futuro conocido y predecible, de sentirse siempre invencible, de saber que su poder no tenía fin. Tuvo deseos de inventar algo nuevo, algo que nadie inventaría jamás.
Uno de sus empleados tocó con el puño en el vidrio transparente de la puerta de su despacho. Él lo conocía, así como conocía a todos sus subordinados por nombre, apellido y fecha de ingreso. Los asuntos del empleado eran tan poco interesantes, tan insignificantes, que el gerente ni siquiera tuvo que pensar para darle una solución, sino que lo resolvió sin dejar de pensar en la nueva idea que había tenido.
La idea que maduraba poco a poco en su mente era una idea novedosa. Un destello de luz de su mente genial. Algo que daría una nueva meta a su empresa. Se dispuso a llevar su proyecto a cabo, cuando fue interrumpido nuevamente. Era otro empleado, uno muy servil, quien venía a molestarlo con sus problemas banales. Los solucionó rápidamente, y el empleado se marchó, con una sonrisa aduladora y envidiosa en los labios. El gerente pensó que ese empleado, en el futuro, podría fundar su propia empresa, la cual competiría con la suya por el monopolio del mercado. Pero eso sería más adelante, pensó. Ahora daría curso y forma a su idea. Crearía algo novedoso, genial, sublime. Sólo restaba llevar su idea a cabo.
Fue así como el gran gerente se concentró, se aclaró la garganta y dijo, con una voz grave y majestuosa:
“Que se haga la luz”
Y la luz se hizo.
Y vieron todos que la luz era buena.
Ya lo sé. -dijo él.

sábado, 12 de junio de 2010

Lucha de poderes

Un día tuve una buena idea para escribir un relato de aventuras. Como si fuera tan simple, tomé una hoja amarillenta de un cuaderno y comencé la narración. Primero, por supuesto, creé el personaje principal. Decidí que fuera un hombre inteligente, astuto (que no es lo mismo), fuerte, de contextura recia y porte imponente. La historia era fofa y aburrida, rayando en la inconsistencia, y amenazadoramente cerca de desgajarse como una corteza vieja (soy un mal escritor, lo admito; sólo escribo como una forma de matar el aburrimiento y sacudir el exceso de energía). En mi mente, yo podía ver al personaje desarrollar la trama que yo le dictase, obedeciendo todas mis órdenes con celeridad. Así es como mi personaje llegó a tener personalidad propia, una conciencia que le dictaba cuáles cosas podría hacer, y cuáles no.
Nos aproximábamos (mi criatura y yo) al clímax de la historia. El villano (un ser no creado por mí, sino una mezcla de todos los villanos que yo había visto en películas, libros y televisión) ataba a la amada de mi personaje a una roca y la arrojaba cruelmente al mar. Luego de vencerlo, mi personaje se zambulliría con rapidez para salvarla. Una vez en el agua, cortaría las sogas que la sujetaban y la salvaría, pero él no lograría salir a tiempo a la superficie, enredado en las cuerdas. Se ahogaría y moriría. Su amada lloraría sobre su cuerpo muerto y exánime, derramando lágrimas de auténtico dolor, y sintiendo fuertes emociones, entre otras cursilerías. Sin embargo, estaría orgullosa, porque él había dado su vida para salvar la de ella. Él viviría por siempre en su recuerdo. El lector podrá darse cuenta (si no se ha percatado ya) que las situaciones eran de las más trilladas que existen. Así de mal escritor soy, pero puedo ser peor si me esfuerzo.
Fue entonces cuando mi personaje se rebeló. Cuando, (en mi mente, se entiende) le ordenaba lo que debía hacer, es decir, salvar a su amada y luego morir, me miró con una expresión de ira e indignación sin límites. Me respondió que yo debía estar loco para pedirle que hiciera semejante barbaridad, dejando a su amada sola, llorando sobre su cadáver, sin otra cosa para vivir que un recuerdo. Nada de eso, dijo. Yo debía volver a formular la historia. Debía dejarlo vivir al final, para estar junto a su amada, viviendo feliz por siempre. Cuando me negué, se rebeló por completo. Me dijo, con toda calma, que no seguiría formando parte de la trama hasta que yo no cambiara el final. Dicho esto, se cruzó de brazos y se sentó en el piso, sin hacerme el más mínimo caso.
Ahorraré el relato de mis súplicas al personaje. Baste decir, en resumen, que finalmente se salió con la suya. Tuve que escribir lo que él quería. Sólo así pude conseguir que la historia continuara. Una historia definitivamente peor a la que yo deseaba, pero una historia al fin. El relato terminó con el personaje y su amada viviendo felices en una cabaña de troncos en la pradera, rodeados de animales y flores amarillas, en paz. Mi personaje había ganado. Y yo pude terminar el cuento.

Quedaron un par de renglones bajo la última línea. Mi personaje ya no vivía en mi cabeza, sino en el papel, rodeado de amor y flores. Dejé la hoja sobre el escritorio. A continuación dirigí mi mirada hacia mi desastroso cuarto de pensión estudiantil, iluminado con una bombilla tenue y gris, suspendida del cielorraso. A través de la ventana se distinguía la negra noche de la ciudad superpoblada, llena de gases, ruidos y asaltantes. Sentí envidia de la vida feliz de mi personaje.

Y tomando mi lápiz, sintiéndome como si empuñara el vil puñal de la traición, escribí en el último renglón la frase final, en la que daba a conocer el horrible incendio que había destruido la pacífica cabaña, y había dejado a sus moradores en la más absoluta ruina.

jueves, 10 de junio de 2010

Sentidos

Érase una vez un pueblo. Un pueblo común y corriente. Un pueblo perdido en la frontera de algún país desconocido. Tan desconocido que incluso los habitantes del pueblo no sabían de qué nacionalidad eran, ni a quién debían votar. Su idioma, se descubrió después, no existía en ningún otro lugar del mundo. Era un pueblo perdido, literalmente, en medio de la nada. Este pequeñísimo lugar tenía, incluyendo a los dos caballos miserables de uno de los campesinos, una población de cuarenta y nueve seres vivos. No tenía alcalde, ni nada que se le pareciera. Sus habitantes, a pesar de ser personas despiertas e inteligentes, jamás se habían interesado por conocer lo que existía más allá de la nada que los rodeaba. Sólo carecían de una aguda falta de interés, y de imaginación. Rodeaban al pueblo kilómetros y kilómetros de arena pardusca y árida, con uno que otro arbusto reseco creciendo en un páramo de aspecto desolado, con un Sol caliente y azotador que hacía de un día normal un día muy caluroso.
Un día, uno de los dos caballos perdió una herradura. Fue ése mismo día cuando nació el niño. Era hijo de una de las pocas mujeres jóvenes del pueblo, y de un campesino (no había en el pueblo otros trabajos disponibles aparte del de campesino) joven también, quien había muerto recientemente al caer dentro de un pozo seco al intentar rescatar a una gallina que accidentalmente había caído allí. La gallina logró, finalmente, salir por sí misma, pero no antes de que él se rompiera el cuello contra la arenilla fresca y oscura del fondo del pozo.
El niño resultó ser el niño más común que pudiera existir. De cabello castaño y ojos de igual tonalidad, sin ninguna seña particular más que una completa carencia de rasgos distintivos, tenía, aun en su cuna de mimbre gris, un aire monótono que producía sueño al más despabilado. Fue entonces cuando un viejo del pueblo, sentado en su ajada mecedora mirando a la nada, tuvo una idea. Le comunicó su idea a otro viejo, y éste a su vez a otro. Finalmente todo el pueblo se enteró de la idea y descubrió así el modo de romper con la monotonía y reírse un poco.
La idea era hacerle creer al niño que los sentidos, en vez de ser cinco, eran seis, y que él había nacido sin el sexto. Así fue que todo el pueblo se prestó para esa broma en contra del neonato. El niño creció. Le hicieron creer que el sexto sentido del que carecía permitía ver y oír cosas extraordinarias, y que todos podían hacerlo excepto él.
El niño creció y se convirtió en un hombre. El pueblo, que ahora contaba con una población viviente de setenta y dos personas, siguió con la broma. Los niños eran enseñados desde pequeños a “hacerle creer al tonto” la existencia de una variedad de olores, personajes, colores, sabores y sonidos sin igual. Habían creado todo un universo de cosas imaginarias que hacían creer al muchacho. Y, como era de esperarse, lo que más deseaba éste, era poseer el sentido del que creía carecer. Buscó respuestas en los libros que el abuelo de uno de los campesinos había adquirido en uno de sus viajes alrededor del mundo. La lectura de estos volúmenes no aclaró en lo más mínimo sus dudas. Se sentó en un sofá de mimbre de la sala de estar de su casa, a lamentarse de su suerte.
Fue entonces cuando el muchacho vio al hada. Era un hada rosada, etérea, que lanzaba polvo azucarado y chispeante a cada uno de los movimientos de sus alas tornasoladas. Habló con ella. Ella le respondió. Entablaron una charla muy amena, hasta que apareció frente a él un ser multicolor con alas, quien cantó y danzó alegremente lanzando puñados de flores perfumadas. El hada se lo presentó al muchacho. El mágico ser hablaba también, y su voz era como el sonido de un arpa combinado con el clamor de una trompeta de plata. Los tres entablaron una charla muy amena, hasta la aparición de un duende. Éste era rechoncho, vestido de forma extravagante, y con una gran bolsa de un color nunca visto, de la que se desprendía una rara fragancia nunca antes percibida por el muchacho. Mientras avanzaba la tarde, el joven fue viendo aparecer más seres etéreos y bellísimos, hasta que en la habitación se armó lo que parecía una reunión de seres raros dotados con alas y colores iridiscentes.
Uno de los campesinos del pueblo se acercó a la casa del muchacho con la intención de comprarle algo de maíz para alimentar a sus gallinas. Tocó a la puerta. Como no atendía nadie, se asomó por la ventana. Allí estaba el muchacho, sentado en un sofá de mimbre hablando solo.
Entonces comprendió.
El muchacho ahora sí había perdido un sentido. El sentido común.