lunes, 20 de diciembre de 2010

Evasión

¿Lee usted mucho? -me preguntó el científico, mirándome con sus cansados ojos, a través de la fortaleza que conformaban sus espesas cejas y sus gruesos lentes de sabio.
-Ya casi no lo hago, profesor; sin embargo, en mi juventud, disfrutaba leyendo novelas. Pistoleros, ya sabe. Aventureros, a veces. Esa clase de cosas. -respondí.
Hacía tiempo que había trabado amistad con aquel brillante científico. Poco sospechaba él que nuestra amistad tenía como fin el robarle el invento en el que trabajaba, aunque yo ignoraba por completo la naturaleza del descubrimiento. Sólo sabía que era algo de valor que merecía ser robado.
Mi creación -explicó el sabio- se basa en manipular las leyes del tiempo y del espacio de tal forma que uno pueda establecer un punto fijo en él. Como el señalador de un libro o el punto de guardado de un videojuego.
Me pregunté de dónde conocía un anciano físico el funcionamiento de un videojuego, aunque por supuesto, no se lo pregunté. Me limité a esperar que continuara con su explicación.
Existen infinitos universos, o dimensiones. -continuó- mi invento establece un punto seguro, como una estaca clavada en el espacio-tiempo, que actúa como unificador de todas las dimensiones. A partir de ese punto, usted puede hacer lo que desee; volver al punto de guardado en cualquier momento, y hacer cualquier cosa distinta a la que hizo con anterioridad. Probar infinitas variables. Mi invento es, podría decirse, la clave del éxito.
Asombrado, aunque poco interesado por el funcionamiento interno del aparato, pregunté acerca de su uso práctico.
Es muy simple. -aseguró el científico, extrayendo del bolsillo de su bata de laboratorio una pequeña caja de metal bruñido- Acá está el aparato en cuestión.
Abrió la caja, y extrajo el contenido. Parecía un pequeño diodo rojo, con dos botones a los lados. Muy simétrico.
-El botón negro es el de guardado. Cuando se lo presiona, se establece un punto de guardado, o señalador. El otro, el gris, es para cargar la partida, o volver al lugar donde se dejó el señalador.
-Es suficiente, profesor. -dije, apuntándolo con un arma.- Démelo, no se resista.
El científico me miró con sus ojos avejentados. En ellos se leía el dolor. No sé si dolor por la pérdida de su invento, o por mi traición.

Huí.

Estaba seguro de que el científico no tardaría en llamar a la policía, por lo que debía darme prisa. Mientras huía en mi automóvil, tomé el diodo robado, y presioné el botón de guardado. Mejor asegurarse, pensé.
El diodo vibró y emitió un pitido, pero no sucedió nada. Sacudí el aparato. Seguía sin ocurrir nada. Mientras terminaba de doblar en una curva de la ruta, presioné el otro botón.

Sentí una especie de ardor de despresurización en los oídos, y todo volvió en la normalidad. Estaba en mi automóvil, conduciendo a toda velocidad hacia los límites de la ciudad. Pero con una diferencia.
La curva de la ruta estaba frente a mí, en vez de estar atrás.

Había vuelto treinta segundos en el tiempo.

En mi asombro, no calculé que debía volver a doblar en la curva, y desbarranqué, a toda velocidad, hacia el largo precipicio que esperaba abajo.

Una idea me iluminó la mente.
El diodo. Ésa era la solución. Volvería de nuevo, y doblaría fácilmente en la curva.

Presioné el botón. El botón negro. En el pánico de la caída, lo había confundido.

Seguía cayendo.

Sin percatarme de mi error, presioné el otro botón con mi dedo tembloroso de pánico.

Volví a caer. Pero desde más arriba.
Volví a presionarlo. Y caí de nuevo. Igual que antes.

Y así es como sigo cayendo, condenado a una tortura eterna de caer hacia una muerte segura en un auto que se desbarranca, salvándome cada vez para repetir la tortura, a través de ese botón, en el diodo rojo que nunca cambiará, hasta el momento en que, ya casi enloquecido, decida no presionarlo, y sea arrastrado hacia abajo, a morir esa muerte tantas veces evitada.

No sé si tendré el coraje de no presionarlo.
No lo sé.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Muros

Luego de muchas generaciones, el descendiente del antiguo emperador visitó aquellas tierras.
Un hombre, canoso y barbudo, lanzando rocas contra la muralla de un antiguo castillo.
Se acercó a él, y le preguntó qué hacía.
Un mandato de vuestro antepasado al mío -respondió el hombre- Arrojar rocas contra este castillo hasta reducirlo a polvo. Incontables generaciones han pasado. El castillo no se ha derrumbado. Muchas generaciones más pasarán hasta que la tarea sea cumplida.
-Una perseverancia admirable -contestó el emperador, mientras se alejaba- Verdaderamente, esos muros eran resistentes.

Y el hombre quedó allí, arrojando piedras contra el castillo, una tras otra, hasta quién sabe cuándo.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Muda protesta

Cada vez que paso por el comedor, me veo obligado de mirar el gran cuadro, colgado en la pared, que lo adorna. O debería adornarlo. Siempre me ha parecido que ese cuadro me vigila. Observa la vaciedad en la que transucrre mi vida, con ese silencio desaprobatorio, más pesado que el peor de los sonidos. Está colocado justo frente a la mesa donde como, desde donde nunca deja de observarme.
El cuadro es implacable. Su mirada torva, la frialdad de esos ojos al óleo, me incomoda sobremanera. Varias veces he pensado seriamente en descolgarlo y guardarlo en un cajón, quemarlo o tirarlo, pero sucede que detrás suyo, la pared tiene una horrible mancha de humedad verdeazulada. Poner otra cosa en su sitio me sería imposible; ninguna otra cosa cabría en su lugar. Así que estoy condenado a tener al cuadro sonriéndome maliciosamente mientras almuerzo, ceno o veo televisión, sintiendo el peso de esos ojos secos que me vigilan.
Me vigila.
Ese ser pintado en un cuadro al óleo.
En el comedor de mi casa.

El problema es, que aunque pudiera sacarlo para siempre de mi vista, sus ojos nunca dejarían de vigilarme.

Maldito sea el día en que decidí hacerme un retrato.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Hormigas

El hombre miró a su alrededor. Las luces, demasiado distantes y a la vez cercanas, al igual que todo lo demás, lo miraban. No tardó en percatarse. Estaba soñando. Conciente de lo que estaba ocurriendo, se mantuvo tranquilo, con una sólida confianza en que todo aquello se encontraba más allá de él, como si lo viera a través de los ojos de otro.

Caminaba a través de ese denso bosque de coníferas añosas, en ese parque al cual solía ir de vez en cuando, en esos días en los que parecía sobrarle tiempo. Debía reconocer, pensó, que el sueño era bastante real, puesto que podía sentir el viento en la cara y la densa alfombra de agujas secas de pino crujiendo bajo las suelas de sus zapatos. Avanzó a través de esos troncos rugosos, algunos de los cuales habían brotado resinas color ámbar.
Se adentró en ese bosque, en ese parque que conocía tan bien, en ese sueño que había logrado reconocer. Entonces se preguntó hacia donde iba.

El árbol.

Mejor dicho, ese árbol. Supo de inmediato que detrás de ese árbol en particular, al cual se aproximaba, habría un cadáver. El cadáver de un hombre. Un cuerpo muerto que se pudría en silencio, beneficiando a las hormigas, que se llevaban su carne a diminutos trozos, a las profundidades oscuras del hormiguero.
Con esa percepción engañosa de las distancias que expermimenta uno en un sueño, alcanzó el árbol. Miró detrás. No se sorprendió de encontrar al cadáver, dado que ya lo sabía.
Se quedó largo rato acuclillado, mirando a ese cuerpo sin vida, cuyo rostro se había descompuesto, y sus ojos eran ya alimento de una interminable fila de hormigas carniceras. Decidió despertar. Y lo hizo.
Abrió los ojos y miró al cielorraso. Las grietas le eran familiares. Estaba en su casa, en la vida real.

El hombre se dirigía a su trabajo a bordo de su automóvil. El camino pasaba junto al parque en el que su sueño había ocurrido. Al pasar por allí, una ligera curiosidad (o tal vez premonición) lo invadió. Una necesidad de conciliar el mundo real con el onírico, para convencerse de la falsedad de este último. Hay cosas de las que un hombre racional no debe dudar, y una de ellas es de la realidad en la que vive.

Su trabajo quedaba no tan lejos, y casualmente, era uno de esos días en que el tiempo parecía sobrarle, así que bajó del auto a pasear por el parque, tal vez para revivir ese curioso sueño, o tal vez para convencerse de su falsedad.
Pensativo, el hombre recorrió el mismo camino que había hecho en el sueño. Las secas agujas de pino crujían a su paso. Las resinas en los troncos. El árbol parecía esperarlo, como si ambos supiesen lo que el hombre había soñado, y cada uno fuese cómplice de lo que el otro sabía, aun si no se atrevía a creerlo.

Si hay un muerto detrás -pensó divertido- me veré forzado a reconsiderar mi escepticismo. Tal vez me haga místico o adivino. Quién sabe.
Es curioso cómo prometemos algo cuando estamos seguros de que no tendremos que cumplirlo.

Confiado, aunque sin certeza, el hombre miró detrás del árbol.
Sonrió aliviado, a la vez que decepcionado. No había nada. Su corazón suspiró.
Pasó algún tiempo allí parado, contemplando el vacío bajo ese árbol, donde debería haber un muerto, pero no lo había.

Volvió a la realidad de golpe. Se pasó una mano por su cabello entrecano. Luego, se dio media vuelta, dispuesto a partir.
Entonces, sonó el disparo.
El hombre cayó allí mismo, detrás del árbol, donde el asaltante le había disparado para robarle, y donde, una semana más tarde, alguien en un sueño (o tal vez en la realidad), caminando a través del parque, encontraría el cadáver de un hombre con el rostro descompuesto, y los ojos comidos por las hormigas.

domingo, 10 de octubre de 2010

Rivalidad

Todo comenzó aquella tarde de otoño.
Yo caminaba frente a las vidrieras de las librerías de la calle Garibaldi, cuando, atraído seguramente por los colores de su tapa, posé mi mirada en ese libro. Un libro grande, de aspecto pesado, sin título en la cubierta, y recubierta con una protección de plástico o celofán transparente y brilloso. El libro, en definitiva, se me asemejaba a una hermosa mujer, bien maquillada, peinada, y con un vestido a tono, rodeada, por supuesto, de serviles admiradores, es decir, otros libros. Miré fijamente el libro, y sentí que el libro también me miraba. Sostuvimos la mirada durante unos momentos. Sentí grandes deseos de adquirir ese libro, aunque solo fuera para juntar polvo en los estantes del librero.
Entré a la librería ansioso de comprarlo. El vendedor, un anciano calvo con lentes sin marco, se encontraba leyendo una revista de chismes. Probablemente la revista Gente o alguna similar. Me pareció curioso que, teniendo tantos libros alrededor, aquel hombre leyera una revista. Le pedí el libro que estaba en la vitrina. El hombre rebuscó en los bolsillos hasta encontrar una llave desgastada, abrió la vitrina, buscó el libro, lo tomó y lo colocó sobre el aparador. Me dijo su precio. Se lo di exacto, para evitar regateos con las monedas y billetes. Metió el libro en una bolsa de nylon blanca, y me lo extendió. Luego, retomó la lectura de su revista.

Llegué a mi casa. Me senté sobre mi cama, saqué el libro de su bolsa e intenté sacarle el film que lo recubría. No fui capaz. Mis dedos resbalaban, haciendo un sonido como de globo contra la pulida superficie. El filo de mis uñas tampoco bastaba. Tuve que ir a buscar un cuchillo de la cocina para ayudarme en la tarea. Cuando volví, encontré que el libro no estaba ya sobre mi cama, sino caído a medias bajo ella. Lo levanté. No se había golpeado. Abrí el film haciendo uso de mi recién adquirido cuchillo.
Una vez quitada la cáscara, me dispuse a abrir el libro. Pero no pude. El libro, arisco, no quería ser leído. Apretujaba sus hojas unas contra otras, intentando evitar ser abierto.
Esforcé mis brazos. El libro se abrió algo. Aún no fui capaz de ver lo que había en su interior, pero conseguí interponer un dedo entre sus páginas y dividirlas en dos gruesos grupos.
El libro, aún más arisco, usó el máximo recurso que puede usar un libro. Con una de sus hojas nuevas, filosas como navajas de afeitar, me hizo un corte en el dedo.
Salió algo de sangre. La lamí para evitar manchas en la ropa y en el libro y, haciendo un sumo esfuerzo, conseguí abrir el libro y dejarlo en esa posición. Al menos, el esfuerzo y el dolor valdría la pena, fue lo que pensé.
Al contemplar el libro abierto, me sentí decepcionado.
Estaba en blanco. Había comprado un vulgar cuaderno.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Nadie más

Abrió los ojos. Tumbado boca arriba, intentó distinguir algo en ese denso cielorraso azul, pero fue en vano.
Se incorporó. Su cara, espolvoreada de arena y costras de sal, le ardía debido a las quemaduras solares, recibidas, sin duda, durante su larga e inconciente estadía boca arriba en esa playa desconocida. Se levantó. Su cuerpo, no en mejor estado que su rostro, se sentía cansado y desgastado con la arena, como si hubiese perdido capas, debido al pulido. La ropa, mojada primero durante el viaje a la deriva desde el naufragio, secada luego por el ardiente sol, y humedecida de nuevo por alguna ola, había adquirido una textura muy desagradable.

Se quitó la áspera camisa, mas conservó el pantalón. Comenzó a caminar por la playa a la que su desgracia habíale arrojado, buscando desesperadamente algo con lo cual combatir esa monstruosa sed que lo atacaba. Luego de una corta búsqueda, halló un coco, caído desde lo alto de una palmera costera. Después de muchas tentativas, logró, con ayuda de una roca afilada, hacer un hueco en la dura y fibrosa corteza y beber su blancuzco contenido.
Había calmado su sed, un logro importante para un náufrago solitario en una playa. Se dirigió paralelamente a la línea de la costa, con la esperanza de encontrar algún vestigio útil del naufragio. No dudaba de que vendrían a rescatarlo rápidamente, dado que el barco se había hundido en medio de su ruta habitual, y la costa en la que se encontraba no debía hallarse muy lejos de allí.
Caminó unos pasos. Más allá, halló un cadáver tumbado boca abajo sobre la arena. No se asustó. Sólo los supersticiosos temían a los cuerpos sin vida, y él era un racionalista. Probablemente, la marea había traído aquel macabro bulto desde el lugar del naufragio, depositándolo sobre la costa.
Con algún esfuerzo, el náufrago dio vuelta al cuerpo. La cara había sido atacada fuertemente por los peces, porque no había en ella nada que pudiera reconocerse. Sin embargo, al contemplar esa irreconocible masa de tejido informe, sintió una especie de (¿irracional?) empatía con el cadáver, una conexión natural, como si hubiera conocido de toda su vida. Como si el muerto hubiese sido alguien muy cercano a él, y cuya muerte le tocaba en lo más profundo de su ser.

A pesar de no poder identificar de qué miembro de la tripulación se trataba, el náufrago le dio sepultura en la arena, y puso una pesada roca en forma de lápida a su cabecera. Se alejó luego, a través de la playa, sumido en cavilosos pensamientos acerca de la muerte, mientras esperaba la expedición que vendría a salvarlo.

Unos días después, una expedición de rescate llegó a la costa. Se trataba de cuatro hombres en un automóvil todoterreno, munidos con altavoces, con los que repetían sin cesar una burda consigna de rescate.
Del naufragio, habíanse salvado todos los tripulantes. Sólo restaba hallar a uno de ellos. Convencidos de que se encontraba a salvo y había nadado hasta la costa, emprendieron una expedición de búsqueda, en ese trozo de costa aislado del resto del continente por densas selvas.
Como inevitablemente debía sucecer, vieron de inmediato la lápida de roca, y de inmediato sospecharon la naturaleza de lo que resguardaba. Lo desenterraron.
-Es él. Lo reconozco por la ropa que llevaba.-dijo uno de los hombres.
-Pero ¿quién lo enterró?-preguntó otro.-Era el único desaparecido del naufragio. No había nadie más. Y nadie ha venido aquí en meses.

Frente a ellos, invisible, gritando y agitando desesperadamente los brazos, se encontraba el fantasma de ese hombre, quien sin saberlo, se había enterrado a sí mismo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Forma de hongo

Una de las formas de vida más baja del planeta se encontraba acurrucada bajo una roca gris, bajo una alcantarilla en un callejón de la populosa ciudad. Sacudió sus alas rojizas, que ya no usaba para volar, para quitarles algo de pelusa. Luego, con paso rápido y precipitado, como la marcha de un ejército invasor, se dirigió, a través de un oxidado tubo, hacia la superficie. Sus tres pares de patas con garfios en sus extremos se aferraron fácilmente a la rugosa textura del cilindro.
Asomándose a través de la verja que lo separaba de los gigantescos automóviles que transitaban, el insecto palpó con sus largas y finas antenas. A pesar de la molesta luz, se arrastró afuera, levantando el abdomen para pasar por sobre una colilla de cigarrillo.
Los peligrosos zapatos de los innumerables transeúntes (poca cantidad, en relación a la inmensa población de sus congéneres artrópodos), representaban una fuerte amenaza para la integridad física del insecto. Sin embargo, pudo atravesar la columna de humanos marchando sin ser aplastado.
Ya acostumbrados sus ojos a la hiriente luz del día, fue capaz de mirar al horizonte.
Entonces lo vio. Un débil destello de luz, y luego una enorme nube con forma de hongo apareció a algunos kilómetros. Los humanos, sin saber dónde esconderse, corrían en todas direcciones, despavoridos.

La cucaracha agitó las antenas. Luego se escondió de nuevo bajo la alcantarilla. De haber tenido labios, una sonrisa habría cruzado su rostro.
Era una suerte que sólo ella pudiese soportar la radiación.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El zurdo

El hombre se levantó por el lado derecho de su cama, como siempre solía hacerlo.
El hombre se levantó por el lado izquierdo de su cama, como siempre solía hacerlo.

El hombre tomó con la mano derecha el abrigo que colgaba del lado izquierdo del perchero.
El hombre tomó con la mano izquierda el abrigo que colgaba del lado derecho del perchero.

El hombre se vistió con prontitud, y se puso los zapatos nuevos. El derecho le apretaba. Debía llevarlo al zapatero. Se los quitó y se puso otros.
El hombre se vistió con prontitud, y se puso los zapatos nuevos. El izquierdo le apretaba. Debía llevarlo al zapatero. Se los quitó y se puso otros.

El hombre se calzó el reloj en la mano izquierda. Miró la hora. La zapatería abriría en media hora.
El hombre se calzó el reloj en la mano derecha. Miró la hora. La zapatería abriría en media hora.

Ambos hombres se detuvieron frente al espejo.
Y se miraron uno al otro a fin de saber si estaban presentables.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Desahuciado

A través del vidrio cruzado por cristalinos senderos de agua, el hombre miró a la bella mujer que danzaba feliz en medio del estruendoso tráfago de le fiesta. Un pensamiento vagaba lúgubre y desgarrador por su mente.
-Ella ya no es mía.
Con melancolía, observó la hermosa casa de blancas paredes donde la fiesta tenía lugar.
-Ya no tengo las llaves...
Bajó la mirada lentamente y se dispuso a irse y perderse en la lluvia, caminando con paso cansino hacia la oscura noche que parecía ya fundirse con él.

Mientras anteponía, lentamente, un paso al otro, pisando los largos charcos que no percibían su presencia, pensó en lo tonto que había sido al suicidarse aquella vez.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Pequeña crónica natural

A medida que pasaba el tiempo, notó que iba cambiando. Sentía sensaciones extrañas. Sus sentidos no estaban coordinados, y la información que le llegaba era dudosa e inexacta.
Primero, los ojos. La luz le enceguecía. Su cerebro ardía al recibir los nuevos impulsos procedentes de sus nuevos globos oculares. Luego, desarrolló unos prácticos apéndices en sus costados, que le permitían moverse con soberbia torpeza. Mas tarde, logró respirar por sí solo sin demasiada dificultad. A continuación, unos nuevos pulmones le permitieron respirar el valioso oxígeno que cubría ese maravilloso planeta.
La criatura se sentía cada vez más fuerte, y desarrollaba ya tecnología cuyo poder era incapaz de siquiera comprender. Sin embargo, no se detuvo. La meta no existía. Sólo había un camino por delante. Siempre adelante. Siempre adelante. Incluso cuando los artefactos construidos por ella misma contaminaron los gases vitales y destruyeron sus pulmones, y la fuerte radiación nuclear la obligó a cerrar los ojos, hasta que, en el final, sus piernas ya flaqueantes le dejaron caer de nuevo en el profundo océano primordial del que había salido.

Nueva Política

Luego de unas cortas vacaciones de dos mil quinientos años, el dios de la política volvió al trabajo. Para retomar su gestión, decidió dar un paseo por el mundo. Como uno esperaría de tal sujeto, tomó la forma de un simpático y obeso calvo, con gafas sin marco, rostro sonrosado y un maletín en la mano. En definitiva, un tipo agradable, la clase de persona con la cual se puede conversar en la fila del banco, sin miedo de que vaya a asaltarle o venderle un seguro.
El Panteón, organización divina a cargo de la regulación de asuntos de dioses y hombres, estaba, como de costumbre, escasa de fondos (hay que considerar que hay un dios para cada aspecto de nuestras vidas, es decir, para el pan, el vino, las computadoras, la política, la economía, la limpieza, entre muchos otros, así que el presupuesto no alcanza para todos), así que sólo pudo conseguirle al dios de la política asientos de tercera clase en el tren a la Tierra.
El tren estaba en malas condiciones. Había pocos pasajeros, de los cuales la mayoría eran inspectores de otros departamentos divinos, enviados a gestionar algún asunto sin importancia. Luego de un viaje de duración desconocida, o mejor dicho, atemporal, el dios llegó por fin al planeta. Se estiró, recogió su maleta y su abrigo de cuero, y bajó del tren. Éste siguió su marcha, dejando tras sí una nube de polvo que hizo toser al dios, poco acostumbrado a ese cuerpo humano, tan incómodo y rechoncho.
Como había olvidado crear también un automóvil para desplazarse, el dios debió hacer el largo camino a pie hasta una ciudad cercana. Como era de esperarse, llegó cansadísimo y sediento. Se detuvo a comprar algún refresco en un restaurante barato.
El mozo que lo atendió, un hombre de mediana edad y cabello entrecano, al ver que era el único cliente en el local, le preguntó, amablemente, luego de traerle el refresco, si quería ver, en el televisor adosado a la pared, el partido de fútbol local, o el noticiero. El dios eligió, obviamente, el noticiero.
El programa, un noticiero local, exponía noticias acerca de política. El dios, interesado, pidió al mozo si podía subirle el volumen. Éste, al ver que se interesaba por la política, comenzó una charla con él, acerca del mismo tema, la cual continuó hasta bien entrada la tarde, cuando el dios recordó que el tren de regreso salía en una hora, y si no lo tomaba, debería esperar al otro día para volver a su despacho. Así, pues, se despidió del mozo, y emprendió el viaje de regreso.
Una vez en su despacho, el dios de la política tomó un papel y escribió rápidamente un párrafo, el cual firmó a continuación.
Llevó el escrito a la sede principal del Panteón. Era un edificio cuadrado y gris, típica arquitectura divina. Las puertas eran de láminas de vidrio transparente. Formó fila hasta que lo atendieron por ventanilla. El dios entregó el papel y presentó su renuncia.
¿Causas? –preguntó la empleada que lo atendía.
–Ya no hay política en la Tierra- dijo. –Sólo hay corrupción.

viernes, 27 de agosto de 2010

La última frontera

El Dictador sonrió torvamente. En su rostro duro, marcado por las experiencias vividas, se leía la certeza de la victoria. La batalla en la que se decidiría el destino del planeta comenzaba ya. Erguido sobre la cima de un monte, admiró la perfecta disciplina de sus tropas, estoicas, mirimidónicas, capaces de hacer lo imposible por lograr la victoria. En el otro bando, pudo ver las filas ardientes del ejército rebelde, una alianza de todos los últimos países libres del mundo, para luchar contra el poder absoluto que buscaba poseer el Dictador.
Se hizo un silencio sepulcral por parte de ambos bandos. Sólo esperaban el gesto de su mano. Un gesto suyo, que desencadenaría la última batalla y decidiría el destino de la Tierra entera.
El Dictador hizo el temido gesto.
La batalla fue terrible. Las terribles armas arrancaban alaridos y segaban vidas sin cesar. Las tropas dictatoriales, mercenarios contratados para luchar por el Dictador, trabajando con la armonía y perfección de un solo hombre, acababan profesionalmente con sus enemigos, dejando tras sí sólo cuerpos muertos.
Todo parecía perdido para los rebeldes. Sólo un milagro podía salvarlos de caer en manos de sus enemigos. Y ese milagro no se produjo.
Fueron vencidos y aplastados por el ejército de ese hombre que, por fin, había logrado conquistar el mundo entero. Los mercenarios, alegres, celebraban y se repartían el botín obtenido. El mundo era ya por completo del Dictador. Ya no había fronteras que conquistar.

El Dictador, soberano absoluto de la Tierra y de todo lo que había en ella, paseaba tranquilamente entre las delicadas plantas que decoraban los jardines del palacio imperial. Se sentía aburrido. Ya no había nadie más contra quien luchar. Los países vencidos durante la guerra, tan problemáticos en otros tiempos, habíanse tranquilizado ya. No había nada más que conquistar.

Nada.

Nada, excepto las mentes de los seres humanos, pensó. Debía ser algo más que un Dictador Mundial. Algo mayor.
El Dictador miró hacia arriba, al cielo azul que ya empezaba a oscurecer, y, ambicioso, dijo con voz dura:
-La última frontera.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Determinación


Un hombre de determinada edad, vestido de determinada forma sale de un determinado lugar a una determinada hora. Se dirige hacia un determinado lugar que se encuentra a determinada distancia, por lo tanto decide tomar un ómnibus de una determinada línea. Luego de esperar durante un determinado tiempo, impaciente, opta por tomar a un taxi que pasa a una determinada distancia. Luego de abordarlo, le indica al chofer su lugar de destino. Al llegar, el hombre paga al taxista una determinada cantidad de dinero, para luego bajarse, cerrando la puerta con determinada fuerza. Camina una determinada cantidad de pasos hasta el lugar al que se dirige. Adentro, ocupada en determinados asuntos, hay una determinada cantidad de personas.
El hombre abre la puerta del lugar, se acerca a una determinada persona de determinada edad, vestida de una determinada forma, saca un arma de determinado calibre de un determinado bolsillo y susurra con determinada voz:
No se intente nada, que le estoy apuntando.
El otro hombre, sorprendido durante un instante, recobra la sangre fría de inmediato. Responde, con determinada actitud:
Ah, es usted. Llega tarde.
Con determinado movimiento, desliza su mano hasta un determinado lugar, y extrae furtivamente un arma.
Suena un disparo.

Un hombre vivo, otro muerto. Nunca sabremos quién es el que murió, si el que llegó al lugar, o el otro. Pero descuide, son dos hombres desconocidos, de quienes no conocemos ni aún sus rasgos. Usted es libre de decidir si el hombre bueno mató al hombre malo, si el hombre malo mató al bueno, o tal vez una mano gris, sosteniendo determinada arma, cometió un crimen de naturaleza indeterminada.

martes, 3 de agosto de 2010

Libertad cívica


La administración del Universo es una cuestión sencilla.
En el Infierno, como en toda institución financiera, el capital es importante. Todas las almas condenadas son contadas como efectivo por los cajeros demoníacos, y, a fines de mes, los demonios, según su rango en la jerarquía demoníaca, reciben su paga. Ésta consiste en un porcentaje de dinero infernal por cada alma que ayudó a corromper el demonio en la tierra. Mientras más almas ha enviado al infierno el demonio ese mes, más dinero recibe. Los informes son registrados por el Ministerio de Trabajo Infernal. El dinero es usado por el demonio para procurarse todo lo necesario en su infernal obra. Me refiero a cera para cuernos, alimento para demonio, y todo lo que un demonio respetable necesita. Sencillo, pulcro. Es un sistema fantástico. Y viene funcionando igual de bien desde siempre.
En el Paraíso, más arriba, las cosas no son muy distintas.
El ángel promedio, sin descartar tampoco a los querubines, serafines y otros seres angelicales, recibe un porcentaje en dinero celestial por cada alma que ayudó a llevar al Paraíso. Los informes, aportes de cada ángel y demás son monitoreados y regulados por el Ministerio del Trabajo Celestial. El dinero sirve a los ángeles para procurarse todo lo necesario para su bienestar, como jabón para alas, aureolas y cosas semejantes. Es un buen sistema. Mantiene a todos felices.

De vez en cuando (no sabemos cuánto sería en tiempo humano), en el Universo se hacen elecciones. En ellas se elige al próximo gobernante universal. Desde siempre se han postulado dos partidos rivales. Por un lado, se encuentra el Partido Celestialista, y por el otro lado, la Unión Cívica Infernal. Sus líderes son, como es de esperarse, Dios y Satanás, respectivamente.
Hasta hoy, el gobierno universal ha estado en manos de Dios, pero nunca se sabe quién será el próximo.

Es preciso para el votante humano el saber lo necesario para un voto justo. Así, puede hacer pleno uso de sus libertades y derechos cívicos. Para empezar, hay que anunciar que el Infierno existe. Sin embargo, no es un lugar de tormento, un río de fuego donde los humanos se queman en medio de gritos. Tampoco hace demasiado calor. El Infierno es un lugar como cualquier otro. Sin sufrimiento, por supuesto. Es una ciudad grande y bien iluminada, subterránea, donde los demonios retirados y almas condenadas pasan sus días, durmiendo, comiendo, jugando, etc. En definitiva, hacen todo lo que un ciudadano en una ciudad hace. Y Satanás es el alcalde de esta hermosa ciudad.
El Paraíso, por su parte, es una ciudad similar pero un poco menos divertida. Patios. Casas. Edificios de departamentos. Sin arpas ni aureolas, excepto, claro, las de los ángeles. Allí, los ángeles retirados y las almas redimidas hacen lo que haría cualquiera en cualquier ciudad. Comen, duermen, van a trabajar, etc. Esta ciudad tiene como alcalde a Dios.

Como vemos, ambas ciudades son casi iguales. Entonces, ¿Por qué tenemos la visión de un Infierno tormentoso y un Paraíso apacible? La respuesta es sencilla: propaganda Celestial. Estos últimos milenios, el Partido Celestialista ha venido haciendo proselitismo entre los humanos. Enalteciendo su propia imagen y haciendo mala fama al partido opositor, ha hecho uso indebido de los fondos públicos, a fin de ser reelegido para el próximo período.

Ahora bien, ¿Usted votaría a alguien que ha cometido semejante acto de deslealtad política?

Mañana es día de elecciones universales.
Piense antes de votar. Contamos con usted.
Afectuosamente,

Unión Cívica Infernal

miércoles, 16 de junio de 2010

Empresa

Era un largo día de trabajo, en la agotadora eternidad de los días sentado detrás de su escritorio. Otro día que parecía no acabar nunca, dentro de esa sedosa, blanca y aburrida oficina, de cuyos estantes sobresalían una multitud de trofeos de sus sin duda innumerables triunfos. El gerente estaba hastiado. Cansado de los días que no tenían fin, de no tener un superior a quien rendirle cuentas, de un futuro conocido y predecible, de sentirse siempre invencible, de saber que su poder no tenía fin. Tuvo deseos de inventar algo nuevo, algo que nadie inventaría jamás.
Uno de sus empleados tocó con el puño en el vidrio transparente de la puerta de su despacho. Él lo conocía, así como conocía a todos sus subordinados por nombre, apellido y fecha de ingreso. Los asuntos del empleado eran tan poco interesantes, tan insignificantes, que el gerente ni siquiera tuvo que pensar para darle una solución, sino que lo resolvió sin dejar de pensar en la nueva idea que había tenido.
La idea que maduraba poco a poco en su mente era una idea novedosa. Un destello de luz de su mente genial. Algo que daría una nueva meta a su empresa. Se dispuso a llevar su proyecto a cabo, cuando fue interrumpido nuevamente. Era otro empleado, uno muy servil, quien venía a molestarlo con sus problemas banales. Los solucionó rápidamente, y el empleado se marchó, con una sonrisa aduladora y envidiosa en los labios. El gerente pensó que ese empleado, en el futuro, podría fundar su propia empresa, la cual competiría con la suya por el monopolio del mercado. Pero eso sería más adelante, pensó. Ahora daría curso y forma a su idea. Crearía algo novedoso, genial, sublime. Sólo restaba llevar su idea a cabo.
Fue así como el gran gerente se concentró, se aclaró la garganta y dijo, con una voz grave y majestuosa:
“Que se haga la luz”
Y la luz se hizo.
Y vieron todos que la luz era buena.
Ya lo sé. -dijo él.

sábado, 12 de junio de 2010

Lucha de poderes

Un día tuve una buena idea para escribir un relato de aventuras. Como si fuera tan simple, tomé una hoja amarillenta de un cuaderno y comencé la narración. Primero, por supuesto, creé el personaje principal. Decidí que fuera un hombre inteligente, astuto (que no es lo mismo), fuerte, de contextura recia y porte imponente. La historia era fofa y aburrida, rayando en la inconsistencia, y amenazadoramente cerca de desgajarse como una corteza vieja (soy un mal escritor, lo admito; sólo escribo como una forma de matar el aburrimiento y sacudir el exceso de energía). En mi mente, yo podía ver al personaje desarrollar la trama que yo le dictase, obedeciendo todas mis órdenes con celeridad. Así es como mi personaje llegó a tener personalidad propia, una conciencia que le dictaba cuáles cosas podría hacer, y cuáles no.
Nos aproximábamos (mi criatura y yo) al clímax de la historia. El villano (un ser no creado por mí, sino una mezcla de todos los villanos que yo había visto en películas, libros y televisión) ataba a la amada de mi personaje a una roca y la arrojaba cruelmente al mar. Luego de vencerlo, mi personaje se zambulliría con rapidez para salvarla. Una vez en el agua, cortaría las sogas que la sujetaban y la salvaría, pero él no lograría salir a tiempo a la superficie, enredado en las cuerdas. Se ahogaría y moriría. Su amada lloraría sobre su cuerpo muerto y exánime, derramando lágrimas de auténtico dolor, y sintiendo fuertes emociones, entre otras cursilerías. Sin embargo, estaría orgullosa, porque él había dado su vida para salvar la de ella. Él viviría por siempre en su recuerdo. El lector podrá darse cuenta (si no se ha percatado ya) que las situaciones eran de las más trilladas que existen. Así de mal escritor soy, pero puedo ser peor si me esfuerzo.
Fue entonces cuando mi personaje se rebeló. Cuando, (en mi mente, se entiende) le ordenaba lo que debía hacer, es decir, salvar a su amada y luego morir, me miró con una expresión de ira e indignación sin límites. Me respondió que yo debía estar loco para pedirle que hiciera semejante barbaridad, dejando a su amada sola, llorando sobre su cadáver, sin otra cosa para vivir que un recuerdo. Nada de eso, dijo. Yo debía volver a formular la historia. Debía dejarlo vivir al final, para estar junto a su amada, viviendo feliz por siempre. Cuando me negué, se rebeló por completo. Me dijo, con toda calma, que no seguiría formando parte de la trama hasta que yo no cambiara el final. Dicho esto, se cruzó de brazos y se sentó en el piso, sin hacerme el más mínimo caso.
Ahorraré el relato de mis súplicas al personaje. Baste decir, en resumen, que finalmente se salió con la suya. Tuve que escribir lo que él quería. Sólo así pude conseguir que la historia continuara. Una historia definitivamente peor a la que yo deseaba, pero una historia al fin. El relato terminó con el personaje y su amada viviendo felices en una cabaña de troncos en la pradera, rodeados de animales y flores amarillas, en paz. Mi personaje había ganado. Y yo pude terminar el cuento.

Quedaron un par de renglones bajo la última línea. Mi personaje ya no vivía en mi cabeza, sino en el papel, rodeado de amor y flores. Dejé la hoja sobre el escritorio. A continuación dirigí mi mirada hacia mi desastroso cuarto de pensión estudiantil, iluminado con una bombilla tenue y gris, suspendida del cielorraso. A través de la ventana se distinguía la negra noche de la ciudad superpoblada, llena de gases, ruidos y asaltantes. Sentí envidia de la vida feliz de mi personaje.

Y tomando mi lápiz, sintiéndome como si empuñara el vil puñal de la traición, escribí en el último renglón la frase final, en la que daba a conocer el horrible incendio que había destruido la pacífica cabaña, y había dejado a sus moradores en la más absoluta ruina.

jueves, 10 de junio de 2010

Sentidos

Érase una vez un pueblo. Un pueblo común y corriente. Un pueblo perdido en la frontera de algún país desconocido. Tan desconocido que incluso los habitantes del pueblo no sabían de qué nacionalidad eran, ni a quién debían votar. Su idioma, se descubrió después, no existía en ningún otro lugar del mundo. Era un pueblo perdido, literalmente, en medio de la nada. Este pequeñísimo lugar tenía, incluyendo a los dos caballos miserables de uno de los campesinos, una población de cuarenta y nueve seres vivos. No tenía alcalde, ni nada que se le pareciera. Sus habitantes, a pesar de ser personas despiertas e inteligentes, jamás se habían interesado por conocer lo que existía más allá de la nada que los rodeaba. Sólo carecían de una aguda falta de interés, y de imaginación. Rodeaban al pueblo kilómetros y kilómetros de arena pardusca y árida, con uno que otro arbusto reseco creciendo en un páramo de aspecto desolado, con un Sol caliente y azotador que hacía de un día normal un día muy caluroso.
Un día, uno de los dos caballos perdió una herradura. Fue ése mismo día cuando nació el niño. Era hijo de una de las pocas mujeres jóvenes del pueblo, y de un campesino (no había en el pueblo otros trabajos disponibles aparte del de campesino) joven también, quien había muerto recientemente al caer dentro de un pozo seco al intentar rescatar a una gallina que accidentalmente había caído allí. La gallina logró, finalmente, salir por sí misma, pero no antes de que él se rompiera el cuello contra la arenilla fresca y oscura del fondo del pozo.
El niño resultó ser el niño más común que pudiera existir. De cabello castaño y ojos de igual tonalidad, sin ninguna seña particular más que una completa carencia de rasgos distintivos, tenía, aun en su cuna de mimbre gris, un aire monótono que producía sueño al más despabilado. Fue entonces cuando un viejo del pueblo, sentado en su ajada mecedora mirando a la nada, tuvo una idea. Le comunicó su idea a otro viejo, y éste a su vez a otro. Finalmente todo el pueblo se enteró de la idea y descubrió así el modo de romper con la monotonía y reírse un poco.
La idea era hacerle creer al niño que los sentidos, en vez de ser cinco, eran seis, y que él había nacido sin el sexto. Así fue que todo el pueblo se prestó para esa broma en contra del neonato. El niño creció. Le hicieron creer que el sexto sentido del que carecía permitía ver y oír cosas extraordinarias, y que todos podían hacerlo excepto él.
El niño creció y se convirtió en un hombre. El pueblo, que ahora contaba con una población viviente de setenta y dos personas, siguió con la broma. Los niños eran enseñados desde pequeños a “hacerle creer al tonto” la existencia de una variedad de olores, personajes, colores, sabores y sonidos sin igual. Habían creado todo un universo de cosas imaginarias que hacían creer al muchacho. Y, como era de esperarse, lo que más deseaba éste, era poseer el sentido del que creía carecer. Buscó respuestas en los libros que el abuelo de uno de los campesinos había adquirido en uno de sus viajes alrededor del mundo. La lectura de estos volúmenes no aclaró en lo más mínimo sus dudas. Se sentó en un sofá de mimbre de la sala de estar de su casa, a lamentarse de su suerte.
Fue entonces cuando el muchacho vio al hada. Era un hada rosada, etérea, que lanzaba polvo azucarado y chispeante a cada uno de los movimientos de sus alas tornasoladas. Habló con ella. Ella le respondió. Entablaron una charla muy amena, hasta que apareció frente a él un ser multicolor con alas, quien cantó y danzó alegremente lanzando puñados de flores perfumadas. El hada se lo presentó al muchacho. El mágico ser hablaba también, y su voz era como el sonido de un arpa combinado con el clamor de una trompeta de plata. Los tres entablaron una charla muy amena, hasta la aparición de un duende. Éste era rechoncho, vestido de forma extravagante, y con una gran bolsa de un color nunca visto, de la que se desprendía una rara fragancia nunca antes percibida por el muchacho. Mientras avanzaba la tarde, el joven fue viendo aparecer más seres etéreos y bellísimos, hasta que en la habitación se armó lo que parecía una reunión de seres raros dotados con alas y colores iridiscentes.
Uno de los campesinos del pueblo se acercó a la casa del muchacho con la intención de comprarle algo de maíz para alimentar a sus gallinas. Tocó a la puerta. Como no atendía nadie, se asomó por la ventana. Allí estaba el muchacho, sentado en un sofá de mimbre hablando solo.
Entonces comprendió.
El muchacho ahora sí había perdido un sentido. El sentido común.

jueves, 27 de mayo de 2010

El ocaso de la tecnología

Luego de siglos de investigación y desarrollo exhaustivo, la civilización de la Tierra había logrado crear a DiOS. DiOS, siglas abreviadas de algo demasiado olvidado, era la más grande máquina que hubiera existido y existiría. Había sido diseñada para actuar como una presencia protectora para toda la civilización, para protegerla de todos los males existentes, y los aún no conocidos. Había sido ubicada en el espacio, un recinto vacío de miles de millones de kilómetros, donde el tamaño no era un problema. DiOS tenía millones de los componentes más modernos, los cuales funcionaban con el único propósito de beneficiar a la sociedad. Se acabaron las enfermedades, el hambre, los desastres climáticos y las guerras. Ya no necesitaron edificios para guarecerse de la lluvia ni del frío, ni herramientas para cultivar alimentos. La Tierra era un paraíso.
Durante miles de años existieron la civilización y DiOS. Una, intentando constantemente de destruirse a sí misma, y el otro, reparando sus desastres. La sociedad había alcanzado una complejidad asombrosa, un equilibrio exacto y frágil.
Todo cambió un día. Seguramente fue a causa de un meteorito u otro bólido espacial. No se sabe con certeza. Lo que sucedió es que DiOS fue destruido. Sus fragmentos se perdieron en el espacio, donde nunca serían encontrados. La sociedad se vio afectadísima. Las enfermedades se abatieron sobre ellos. La gran civilización que habían creado desapareció en un par de décadas. Posteriormente fueron esclavizados, cazados y exterminados por seres con tecnología superior, y llevados a la extinción, dado que ya no tenían a DiOS para protegerlos. Al depender tanto de una máquina para resolver sus problemas, habían perdido, sin notarlo, todas sus habilidades. Habían involucionado. Al final, desapareció el último de ellos, y los seres superiores tomaron la Tierra como suya.
Y así finalizó la historia del hombre de Neandertal.

Describirse

El muchacho escribe sobre su desgastado escritorio de roble antiguo. Escribe la historia de un hombre. Su personaje, un hombre inteligente, sagaz, astuto y fuerte, es capaz de salir indemne de cualquier situación. Lucha contra el mal, ayudando a la policía a atrapar malhechores. Hoy, luego de ingeniosos y deductivos procedimientos, combinados con una gran destreza en el manejo de las armas de fuego, ha atrapado a dos ladrones de banco. Con calma, los lleva, atados, a la comisaría. Entra en el descascarado edificio, donde el corpulento comisario escribe algo en un cuaderno amarillento, el cual guarda con prontitud en un cajón de su despacho. Encierra a los ladrones. El relato termina.
El comisario escribe. Escribe una historia de amor. Describe situaciones que dejó de experimentar hace tiempo. Tal vez, en el papel plasma sentimientos que nunca se atrevió a demostrar. Los protagonistas, una pareja de adolescentes, son personajes problemáticos. Situaciones trilladas. Frases de cajón. En su relato, el enamorado, en sus noches de vela triste, vuelca sus penas en su diario. Deja una página al final del mismo para escribir algo, una idea que ha venido asaltando su mente desde hace tiempo, como un bandido en el páramo desierto. La historia continúa. Las cosas terminan bien para ambos jóvenes. Más situaciones trilladas. El sufrido joven y la bella muchacha finalmente se casan y tienen hijos. Su historia finaliza.
El enamorado escribe en la última página de su diario. Desearía, ardientemente, ser más fuerte, más desenvuelto. Decide que el personaje de su historia será un espía. Se dedica a obtener información para su gobierno en un país que le es ajeno. Está dudoso. Duda sobre la ética de su labor. Duda que el país para el que trabaja, el país que le enseñaron a amar, sea el que tiene la razón. A pesar de sus dudas, presenta sus informes secretos todos los días, evitando siempre, con habilidad, el ser descubierto. Un día, finalmente, se descuida. Las cosas se salen de control. Es descubierto y atrapado. En una sórdida prisión, es torturado para hacerlo hablar, delatar a sus compañeros, pero él no cede. Es, ante todo, un hombre con lealtad. Leal a su país, a pesar de que éste lo haya abandonado. En los largos días en su celda, toma un trozo de papel y se dispone a escribir un último párrafo, a fin de que pueda quedar algo de él luego de su inexorable muerte. Finalmente, días más tarde, es condenado a muerte. Con una mirada torva, ve salir el sol de su último amanecer. Nadie se preocupa ya por él. Respira hondo, y se prepara para lo que viene, con la frente en alto. La historia termina.
El espía escribe en su fría y sórdida celda. Está cansado de su vida de peligros y aventuras. Desea relatar una historia. Una historia sin aventuras, engaños ni traiciones. Toma un sucio papel, perdido en los oscuros y húmedos rincones de su sucia celda. Escribe la historia de un simple muchacho, un muchacho quien, sobre su desgastado escritorio de roble antiguo, escribe la historia de un hombre.

lunes, 17 de mayo de 2010

Asalto

Pestañeó nerviosamente. En ese momento lo notó. Se la habían robado. Fue él. Sí, definitivamente ha sido él -pensó con amargura- La forma en la que me miraba, la forma en que observaba mi actitud, todo apunta a ello. La quería para él. Sólo esperaba hasta el momento en el que me la quitaría, final e irrevocablemente. Ese ladrón, un vil ladrón. Ah, pero ya verá; lo perseguiré hasta el fin del mundo si es necesario. Se la arrancaré de las manos. Sólo entonces seré feliz. Siempre la tendré conmigo. Jamás volveré a cometer el estúpido error de prestársela. Quién iba a saberlo. El que consideraba mi mejor compañero no resultó ser más que un sinvergüenza.
Así pensó, y se levantó. Se estiró y desentumeció los músculos. A lo lejos, se acercaba el responsable de su desdicha. Parecía despreocupado y distraído. Seguramente no sospechaba los planes de venganza del otro, que entrechocaba los dientes de ira.
Se acercó.
Se lanzó hacia el ladrón con una resolución ciega y encolerizada, como un relámpago. El otro, sorprendido, intentó esquivarlo y correr, pero no tuvo tiempo. Se desencadenó una lucha titánica; uno de ellos aferrándose con todas sus fuerzas al objeto robado, y el otro intentando arrebatarle lo que era legítimamente suyo.
La lucha terminó. La victoria fue para el legítimo dueño. Se dirigió a un lugar cómodo para disfrutar de un bien merecido descanso, en compañía de ese objeto apreciado. Se sentía vibrante de felicidad.

El niño entró en la cocina, donde su madre cortaba vegetales para echarlos en la olla de la sopa.
El perro me quitó mi pelota. –dijo sollozando.

viernes, 14 de mayo de 2010

Objetivo

El guerrero respiró hondo. Hacía años que esperaba este momento. Toda su vida, en realidad. Todo parecía ensayado, como una obra de teatro practicada cuidadosamente. Todo. El juego difuso entre luces y sombras, el aire, el latido acompasado de su corazón mezclado con el resollar audaz de una respiración contenida para no causar ningún ruido innecesario. Todo contribuía a la escena. Una perfecta sincronía de ambiente y actores.
Se concentró. Tensó los ya endurecidos músculos. Todo lo que debía hacer era acercarse por detrás y clavarle diestramente el puñal en el corazón, pensó. Había sido entrenado para ello por su maestro. No tendría razones para que algo saliera mal. El objetivo era, y siempre lo había sido el despótico emperador. Un hombre que gobernaba con mano férrea, cuyas acciones no estaban sujetas a la dicotomía del bien o del mal, dado que él mismo hacía las leyes y cuidaba su cumplimiento.
De todas formas, el porqué de lo que estaba haciendo no importaba, pensó. El objetivo era matarlo, no la razón. Terminando las cavilaciones, trepó diestramente hasta la ventana de la fortaleza imperial, como una serpiente acechando a una presa indefensa. Tras una corta lucha silenciosa, abatió a los dos guardias que dormitaban frente a la puerta, apoyados sobre sus armas. Eso también estaba ensayado. Nada fuera de lo previsto. Todo iba bien.
Con gran destreza, abrió la pesada puerta de la habitación del emperador. El aire olía a madera rancia, pero se percibía otro olor, inidentificable por el momento. Avanzó por el amplio salón sin que el aire se percatase de su presencia. Vio al emperador tendido en la cama. Se preparó para cumplir su misión. Levantó el puñal sobre su pecho. Entonces, le vio el rostro.
El emperador yacía muerto. Había muerto tranquilamente en su cama poco antes de su llegada.
El guerrero bajó el puñal. La tarea estaba cumplida. Sin embargo, no la había consumado él. Sus dedos soltaron finalmente el arma, empapado el mango por el sudor de su palma. Mi misión ha sido cumplida por sí sola, pensó. Ya no me queda nada. He fracasado.
Salió por la puerta y fue apresado por los guardias.