Tomó toda clase de precauciones para prevenir su muerte; todos los días se encerraba en el armario a las quince y doce, y salía recién a las quince y treinta y dos, luego de haberse pasado veinte minutos sudando y temiendo por su vida, calculando todas las formas posibles en las que la muerte podría alcanzarlo, y los medios para evitarla.
Murió por fin, treinta y ocho años después, anciano, calvo y reseco por la edad. Murió de viejo. A las seis y cuarto de la tarde, mientras dormía.
¿Burló el hombre su destino? Quizás sí. O tal vez no se percató de que alguien, en el sueño, había olvidado darle cuerda al despertador que había sobre su mesita de luz.
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