domingo, 12 de diciembre de 2010

Muda protesta

Cada vez que paso por el comedor, me veo obligado de mirar el gran cuadro, colgado en la pared, que lo adorna. O debería adornarlo. Siempre me ha parecido que ese cuadro me vigila. Observa la vaciedad en la que transucrre mi vida, con ese silencio desaprobatorio, más pesado que el peor de los sonidos. Está colocado justo frente a la mesa donde como, desde donde nunca deja de observarme.
El cuadro es implacable. Su mirada torva, la frialdad de esos ojos al óleo, me incomoda sobremanera. Varias veces he pensado seriamente en descolgarlo y guardarlo en un cajón, quemarlo o tirarlo, pero sucede que detrás suyo, la pared tiene una horrible mancha de humedad verdeazulada. Poner otra cosa en su sitio me sería imposible; ninguna otra cosa cabría en su lugar. Así que estoy condenado a tener al cuadro sonriéndome maliciosamente mientras almuerzo, ceno o veo televisión, sintiendo el peso de esos ojos secos que me vigilan.
Me vigila.
Ese ser pintado en un cuadro al óleo.
En el comedor de mi casa.

El problema es, que aunque pudiera sacarlo para siempre de mi vista, sus ojos nunca dejarían de vigilarme.

Maldito sea el día en que decidí hacerme un retrato.

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