sábado, 6 de agosto de 2011

Deus ex machina

Un cuadro épico corriente.

La batalla se encontraba en su punto álgido. Los defensores, pocos en número, suplían con coraje lo que les faltaba en supremacía numérica. Su determinación, el pensamiento de que luchaban por el verdadero y único bien, frente a las despiadadas tropas del mal absoluto, multiplicaba su número por cinco. La idea de lo que pasaría si eran vencidos, por diez.

Las hordas del mal avanzaban disciplinadamente, segando vidas y perdiéndolas con mucha mayor velocidad. Sin embargo, concientes de que su aplastante ventaja numérica les daría, ya fuera con muchas o pocas bajas, la victoria, luchaban con confianza en una meta alcanzada casi desde antes de empezar.
Los defensores iban siendo reducidos, lenta e inexorablemente. Rugían las espadas, rabiosas y cebadas de tanta sangre. Latían las lanzas en los apretados puños, que sólo se abrían, aún crispados y nervudos, cuando su dueño caía.
Así fue como las fuerzas del bien fueron vencidas. Lenta pero inexorablemente, el ejército del bien fue derrotado.
Un solo soldado seguía luchando. Hecho de ese extraño y desconocido material del que están hechos los héroes, esquivaba a la muerte con hábiles movimientos de su reluciente espada. Golpes a diestra, golpes a siniestra. Un enemigo muerto por cada golpe.

Sin embargo, su suerte estaba sellada. Los enemigos le rodearon. No había escapatoria, ni posibilidad de victoria.
El héroe se agotaba. Sus músculos, endurecidos por el peso de las armas, comenzaban a ceder ante la insidiosa mano del cansancio. Su espada se mellaba ya, perdiendo más filo en cada chispa.
Sus enemigos apretaron aún más el cerco a su alrededor.

El héroe suspiró, y se preparó para morir, como sabía que sucedería.

De pronto, una luz cegadora y blanquecina interrumpió el combate. Atónitos, los guerreros de ambos bandos se detuvieron, paralizados. De la luz, a la que los ojos se acostumbraban lentamente, bajaba, con majestuosa lentitud, una silla blanca, colgada de dos cuerdas ornamentadas con guirnaldas de flores.
La silla se detuvo frente al héroe. Al alcance de su mano. La oportunidad de salvación, única e irrepetible. Sólo debía sentarse allí, y ser izado fuera del campo de batalla, fuera del alcance de la mano de la muerte.
El soldado, pensativo, contempló la silla durante largos instantes. Luego, en un gesto sublime, dióle la espalda.

Y reanudó la lucha. Volvió a esa gloria que era sólo suya, y que ningún dios le robaría. Jamás.

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