miércoles, 10 de agosto de 2011

Algún dios lujurioso

Habíanle entrenado durante años. En la academia, había sido uno de los mejores soldados de su compañía. Con su yelmo, armadura de metal y cuero, espada y escudo, pensó que se veía aterrador. Lo sería aún más, cuando se uniera a sus camaradas, sus compañeros de armas, para marchar a la guerra. Y cuando volviese, cubierto de cicatrices de valor, llenaría de orgullo a su estirpe.

Lo destinaron a primera línea. Sería de los primeros en entrar en combate. Su sangre bullía de pasión bélica, y su frente se empapaba de sudor guerrero, al pensar siquiera en la idea de su primera batalla.

Su general dio la orden de ataque.

El soldado sintió en su boca la espuma rabiosa del frenesí, al tiempo que corría hacia el frente para enfrentarse al enemigo. El tiempo se volvió más lento, más denso, a medida que se aproximaba al ejército rival.

Su cabeza, yelmo incluido, voló por los aires de un tajo.

Tanto entrenamiento, tanto fervor, sólo para terminar como uno de los tantos soldados anónimos caídos bajo la espada de uno de esos héroes invencibles, hijos de algún dios lujurioso.

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