jueves, 10 de junio de 2010

Sentidos

Érase una vez un pueblo. Un pueblo común y corriente. Un pueblo perdido en la frontera de algún país desconocido. Tan desconocido que incluso los habitantes del pueblo no sabían de qué nacionalidad eran, ni a quién debían votar. Su idioma, se descubrió después, no existía en ningún otro lugar del mundo. Era un pueblo perdido, literalmente, en medio de la nada. Este pequeñísimo lugar tenía, incluyendo a los dos caballos miserables de uno de los campesinos, una población de cuarenta y nueve seres vivos. No tenía alcalde, ni nada que se le pareciera. Sus habitantes, a pesar de ser personas despiertas e inteligentes, jamás se habían interesado por conocer lo que existía más allá de la nada que los rodeaba. Sólo carecían de una aguda falta de interés, y de imaginación. Rodeaban al pueblo kilómetros y kilómetros de arena pardusca y árida, con uno que otro arbusto reseco creciendo en un páramo de aspecto desolado, con un Sol caliente y azotador que hacía de un día normal un día muy caluroso.
Un día, uno de los dos caballos perdió una herradura. Fue ése mismo día cuando nació el niño. Era hijo de una de las pocas mujeres jóvenes del pueblo, y de un campesino (no había en el pueblo otros trabajos disponibles aparte del de campesino) joven también, quien había muerto recientemente al caer dentro de un pozo seco al intentar rescatar a una gallina que accidentalmente había caído allí. La gallina logró, finalmente, salir por sí misma, pero no antes de que él se rompiera el cuello contra la arenilla fresca y oscura del fondo del pozo.
El niño resultó ser el niño más común que pudiera existir. De cabello castaño y ojos de igual tonalidad, sin ninguna seña particular más que una completa carencia de rasgos distintivos, tenía, aun en su cuna de mimbre gris, un aire monótono que producía sueño al más despabilado. Fue entonces cuando un viejo del pueblo, sentado en su ajada mecedora mirando a la nada, tuvo una idea. Le comunicó su idea a otro viejo, y éste a su vez a otro. Finalmente todo el pueblo se enteró de la idea y descubrió así el modo de romper con la monotonía y reírse un poco.
La idea era hacerle creer al niño que los sentidos, en vez de ser cinco, eran seis, y que él había nacido sin el sexto. Así fue que todo el pueblo se prestó para esa broma en contra del neonato. El niño creció. Le hicieron creer que el sexto sentido del que carecía permitía ver y oír cosas extraordinarias, y que todos podían hacerlo excepto él.
El niño creció y se convirtió en un hombre. El pueblo, que ahora contaba con una población viviente de setenta y dos personas, siguió con la broma. Los niños eran enseñados desde pequeños a “hacerle creer al tonto” la existencia de una variedad de olores, personajes, colores, sabores y sonidos sin igual. Habían creado todo un universo de cosas imaginarias que hacían creer al muchacho. Y, como era de esperarse, lo que más deseaba éste, era poseer el sentido del que creía carecer. Buscó respuestas en los libros que el abuelo de uno de los campesinos había adquirido en uno de sus viajes alrededor del mundo. La lectura de estos volúmenes no aclaró en lo más mínimo sus dudas. Se sentó en un sofá de mimbre de la sala de estar de su casa, a lamentarse de su suerte.
Fue entonces cuando el muchacho vio al hada. Era un hada rosada, etérea, que lanzaba polvo azucarado y chispeante a cada uno de los movimientos de sus alas tornasoladas. Habló con ella. Ella le respondió. Entablaron una charla muy amena, hasta que apareció frente a él un ser multicolor con alas, quien cantó y danzó alegremente lanzando puñados de flores perfumadas. El hada se lo presentó al muchacho. El mágico ser hablaba también, y su voz era como el sonido de un arpa combinado con el clamor de una trompeta de plata. Los tres entablaron una charla muy amena, hasta la aparición de un duende. Éste era rechoncho, vestido de forma extravagante, y con una gran bolsa de un color nunca visto, de la que se desprendía una rara fragancia nunca antes percibida por el muchacho. Mientras avanzaba la tarde, el joven fue viendo aparecer más seres etéreos y bellísimos, hasta que en la habitación se armó lo que parecía una reunión de seres raros dotados con alas y colores iridiscentes.
Uno de los campesinos del pueblo se acercó a la casa del muchacho con la intención de comprarle algo de maíz para alimentar a sus gallinas. Tocó a la puerta. Como no atendía nadie, se asomó por la ventana. Allí estaba el muchacho, sentado en un sofá de mimbre hablando solo.
Entonces comprendió.
El muchacho ahora sí había perdido un sentido. El sentido común.

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