sábado, 12 de junio de 2010

Lucha de poderes

Un día tuve una buena idea para escribir un relato de aventuras. Como si fuera tan simple, tomé una hoja amarillenta de un cuaderno y comencé la narración. Primero, por supuesto, creé el personaje principal. Decidí que fuera un hombre inteligente, astuto (que no es lo mismo), fuerte, de contextura recia y porte imponente. La historia era fofa y aburrida, rayando en la inconsistencia, y amenazadoramente cerca de desgajarse como una corteza vieja (soy un mal escritor, lo admito; sólo escribo como una forma de matar el aburrimiento y sacudir el exceso de energía). En mi mente, yo podía ver al personaje desarrollar la trama que yo le dictase, obedeciendo todas mis órdenes con celeridad. Así es como mi personaje llegó a tener personalidad propia, una conciencia que le dictaba cuáles cosas podría hacer, y cuáles no.
Nos aproximábamos (mi criatura y yo) al clímax de la historia. El villano (un ser no creado por mí, sino una mezcla de todos los villanos que yo había visto en películas, libros y televisión) ataba a la amada de mi personaje a una roca y la arrojaba cruelmente al mar. Luego de vencerlo, mi personaje se zambulliría con rapidez para salvarla. Una vez en el agua, cortaría las sogas que la sujetaban y la salvaría, pero él no lograría salir a tiempo a la superficie, enredado en las cuerdas. Se ahogaría y moriría. Su amada lloraría sobre su cuerpo muerto y exánime, derramando lágrimas de auténtico dolor, y sintiendo fuertes emociones, entre otras cursilerías. Sin embargo, estaría orgullosa, porque él había dado su vida para salvar la de ella. Él viviría por siempre en su recuerdo. El lector podrá darse cuenta (si no se ha percatado ya) que las situaciones eran de las más trilladas que existen. Así de mal escritor soy, pero puedo ser peor si me esfuerzo.
Fue entonces cuando mi personaje se rebeló. Cuando, (en mi mente, se entiende) le ordenaba lo que debía hacer, es decir, salvar a su amada y luego morir, me miró con una expresión de ira e indignación sin límites. Me respondió que yo debía estar loco para pedirle que hiciera semejante barbaridad, dejando a su amada sola, llorando sobre su cadáver, sin otra cosa para vivir que un recuerdo. Nada de eso, dijo. Yo debía volver a formular la historia. Debía dejarlo vivir al final, para estar junto a su amada, viviendo feliz por siempre. Cuando me negué, se rebeló por completo. Me dijo, con toda calma, que no seguiría formando parte de la trama hasta que yo no cambiara el final. Dicho esto, se cruzó de brazos y se sentó en el piso, sin hacerme el más mínimo caso.
Ahorraré el relato de mis súplicas al personaje. Baste decir, en resumen, que finalmente se salió con la suya. Tuve que escribir lo que él quería. Sólo así pude conseguir que la historia continuara. Una historia definitivamente peor a la que yo deseaba, pero una historia al fin. El relato terminó con el personaje y su amada viviendo felices en una cabaña de troncos en la pradera, rodeados de animales y flores amarillas, en paz. Mi personaje había ganado. Y yo pude terminar el cuento.

Quedaron un par de renglones bajo la última línea. Mi personaje ya no vivía en mi cabeza, sino en el papel, rodeado de amor y flores. Dejé la hoja sobre el escritorio. A continuación dirigí mi mirada hacia mi desastroso cuarto de pensión estudiantil, iluminado con una bombilla tenue y gris, suspendida del cielorraso. A través de la ventana se distinguía la negra noche de la ciudad superpoblada, llena de gases, ruidos y asaltantes. Sentí envidia de la vida feliz de mi personaje.

Y tomando mi lápiz, sintiéndome como si empuñara el vil puñal de la traición, escribí en el último renglón la frase final, en la que daba a conocer el horrible incendio que había destruido la pacífica cabaña, y había dejado a sus moradores en la más absoluta ruina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario