Seres mortales. Junto con la palabra, el concepto correspondiente se desarrolló durante eras en la mente de ese ser eterno. El pensamiento de un ser limitado, efímero, era extraño e irreal para su intelecto sempiterno. ¿Un ser que pasara de viviente a inanimado? Tal vez fuera posible. En busca de respuestas, dialogó con otros como él, seres que jamás habían conocido otra realidad que la existencia y que, por la misma razón, tildaron su revolucionaria idea de descabellada.
En un instante, decidió probar su teoría. Crearía un ser capaz de dejar de existir, que pasara de la vida, a la ausencia total de ella. Luego de largos y complicados experimentos, logró crear unas criaturas que creía serían capaces de llegar a dicho estado. Decidió llamarles humanos.
Los puso sobre la Tierra y esperó a ver si morían. Para calcular el tiempo (un concepto que recién ahora comenzaba a tener importancia), se basó en los ciclos del Sol y la Luna, cuya mencánica precisión le serviría para dividir la existencia de sus criaturas en días, meses y años.
Novecientos años pasaron, y los primeros humanos se reprodujeron sin pausa, sin que ninguno de ellos llegase a morir. Su creador les había concedido la mortalidad, mas no la forma de alcanzarla. Debía enmendar ese error.
Y así, ese ser eterno de esquelético rostro tomó su capa negra, su guadaña afilada, y salió al mundo a terminar lo que había dejado a medias.
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