viernes, 23 de septiembre de 2011

¿Y el protagonista?

L. Gómez salió del trabajo y caminó hacia la parada de ómnibus, como lo hacía todos los días desde que había comenzado a trabajar en la oficina, hacía casi veinte años.
Gómez era calvo, bajo y algo rechoncho. Usaba siempre el mismo traje gris gastado, y los mismos zapatos marrones, lustrados mediocremente, que dejaban traslucir años de abandono paciente y progresivo. Tenía la mala costumbre, cuando estaba aburrido, de juguetear con los puños de su camisa, en los que se veían unas largas manchas grises, seguramente de practicar su costumbre con los dedos manchados con la tinta grasosa de los sellos burocráticos.
La vida de Gómez era simple y poco interesante. Se levantaba todos los días a las siete y media, para estar en la oficina a las nueve menos cuarto. Se preparaba un café en polvo de dudosa calidad (el cual compraba en grandes latas amarillas tres veces al año), y lo bebía a sorbos cortos, para no quemarse, mientras escuchaba el noticiero matutino por la gastada radio de transistores. En la tarde, cuando salía de la oficina, compraba medio de pan y cien de salchichón o salame en el almacén del italiano (del cual nunca supo otro dato aparte del de la nacionalidad), y con eso preparaba su cena, acompañada, por supuesto, del café que salía de las latas amarillas, diluido como agua con tierra.

El día al que nos referimos, era como cualquier otro. No una límpida mañana de abril, sino una pesada tarde de septiembre, con un Sol algo opresivo que ya se aprestaba a descender, y un viento que arrastraba páginas de diarios de ayer y hojas de plátano oriental contra las rejas de las casas.
Gómez sacó su pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz, mientras esperaba el veintitrés o el sesenta y cuatro en la parada de ómnibus. Guardó el pañuelo en el bolsillo del saco.

Sonó un disparo a lo lejos, luego otro. Un automóvil dobló la esquina a una velocidad endiablada, perseguido de cerca por un patrullero con su sirena chillona. La carrera se prolongó por la ancha avenida, hasta desaparecer en otra esquina. Los rumores de la sirena y de los motores forzados se apagaron. La calma volvió.
Gómez levantó la vista, que había vuelto a dejar caer luego de mirar fugazmente al patrullero y a su presa. Ahí venía el colectivo. Una señora levantaba la mano ya para que se detuviera.
Gómez se subió al ómnibus y se sentó junto a una ventana, los ojos entrecerrados, apagados. Tal vez pensara en el italiano sin nombre y su almacén, o en el auto y el patrullero. Quién sabe. Quizás los extras no tengan pensamientos; tal vez existan sólo para llenar espacios en la escena, que de otro modo completarían un poste o un árbol. Tal vez hay historias que no son historias, y sus protagonistas sólo existen para ser los extras de la historia de otro.

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